¿De verdad hace falta comer insectos por sostenibilidad?

En algunos casos se puede llegar a cubrir las necesidades diarias de micronutrientes con solo 100 gramos de insectos desecados
Por Aitor Sánchez García 19 de octubre de 2016
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Imagen: oilslo

Hablar de comer insectos está de moda. Algunas corrientes dietéticas, como la paleo, se suben al carro e incluso hay empresas que quieren medrar en el mercado español con productos como barritas fabricadas a base de harina de grillo. Pero ¿es un tema nuevo? ¿Qué ventajas reales aporta la entomofagia? En el siguiente artículo se explica cuál es el valor nutricional de los insectos, qué ventajas tienen y qué otras alternativas sostenibles existen para alimentarse bien y reducir el impacto medioambiental de la producción actual de alimentos de origen animal.

Valor nutricional de los insectos

Los insectos son nutritivos, es una realidad. Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), publicados en un extenso informe de 2013, algunos insectos aportan alrededor de la mitad de su peso en proteínas de alto valor biológico, con lógicas diferencias según la especie y según el momento de su ciclo vital, ya que el valor nutricional es distinto en pupas, larvas, huevos o adultos. Son también ricos en grasa y agua y contienen un buen abanico de vitaminas y minerales. Si se toman, además, desecados o en forma de harina, el contenido por 100 gramos aumenta en gran medida, ya que, al eliminar el agua, los nutrientes se concentran. En algunos casos se puede llegar a cubrir las necesidades diarias de micronutrientes con solo 100 gramos.

Comer insectos: ¿hay alguna otra ventaja?

Se tienen pocos ejemplos prácticos sobre cómo sería la producción de insectos para consumo humano realizada a gran escala. Pero la FAO apunta que es probable que se trataría de una producción bastante sostenible y sencilla que permitiría, con poco gasto y un impacto ambiental muy inferior al que produce la actual producción de carne y pescado, un aporte de nutrientes no ya similar sino incluso superior. Eso parece muy atractivo de cara a la industria, ya que se vislumbra un ahorro importante y también de cara a la producción de alimento para zonas desfavorecidas.

Pero ¿nos vamos a comer eso?

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Imagen: HASLOO

Sucede que la facilidad, la economía, la sostenibilidad y el valor nutritivo no lo son todo. Con la cultura hemos topado. Aunque el consumo de insectos es tradicional en algunos países sudamericanos, asiáticos y africanos, donde incluso hay bichos que se consideran un manjar, en Europa, el norte de América y otros países de las zonas nombradas, los insectos no son bienvenidos a la mesa. Y no solo eso. Se relacionan con la suciedad, la transmisión de enfermedades y las picaduras. Les envuelve un halo de repulsión y asco. Comemos gambas con deleite, pero se nos eriza el vello al pensar en pelar y comer una cucaracha, aunque no son tan diferentes a nivel biológico.

Para ser justos, los europeos también consumimos insectos, eso sí, si nos los dan muy disimulados. El colorante rojo o E120 usado de forma habitual en productos lácteos y otros alimentos «sabor fresa», dulces y otros procesados, así como en pintalabios y otros cosméticos, se extrae de un insecto llamado cochinilla, sin que nadie parezca sentir la menor repugnancia por ello.

¿No nos queda más remedio que comer insectos?

Es una realidad vergonzosa que el modo actual de producción de alimentos de origen animal tenga un impacto insostenible en el medio ambiente y que la demanda actual solo pueda abastecerse a base de cría intensiva. Ahora bien, ¿es necesario proponer el consumo de insectos como alternativa? ¿Es realista asumir que una población que en principio no tiene necesidad de ello porque no pasa hambre luchará contra su cultura gastronómica y su repulsión generalizada a esos animales en pos de un bien común? Seamos francos: no, no es necesario.

Los insectos son un recurso que hay que tener muy en cuenta y que se vende como posible solución a los problemas de falta de alimento de zonas más desfavorecidas, sin considerar que, en muchas de esas partes del mundo, culturalmente el consumo de insectos puede suponerles el mismo rechazo que a nosotros. También puede ocultar otro de los verdaderos problemas, que es el injusto reparto de riqueza entre distintos países.

Sin embargo, nos estamos saltando un paso intermedio. Sería posible bajar el impacto medioambiental que produce la ganadería actual tan solo aumentando la ingesta de legumbres como fuente proteica y destinando a consumo humano los recursos (cereales, leguminosas) que hoy se invierten en engordar al ganado. En realidad, el estado actual es tan dramático que ni siquiera hace falta salir de los alimentos de origen animal para reducir costes y huella ecológica: cambiar ternera por huevo ya supondría un avance importante en ese sentido.

Puede que muchos no encuentren atractiva una tortilla o un plato de lentejas al compararla con un entrecot, pero la inmensa mayoría se comería las lentejas sin rechistar, si la alternativa fueran unas orugas al vapor. A veces, la solución está mucho más a nuestro alcance y nos exige mucho menos de lo que pensamos. ¿Insectos como alternativa para reducir el impacto ambiental? Con lo fácil que habría sido proponer un plato de garbanzos… Eso sí, no habría dado para tantas noticias como las que se han publicado en los últimos meses.

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