Alimentos podridos, un extraño placer en la mesa

El gusto por productos en descomposición ocupa un lugar propio en las tradiciones culinarias de culturas de diversos países
Por Elena Piñeiro 12 de septiembre de 2008
Img huevo milanos
Imagen: Andrew Bell

Imagen: Andrew Bell

Según palabras del antropólogo Claude Lévi-Strauss, el alimento básicamente se nos presenta en tres estados: crudo, cocido o podrido. «En relación a las operaciones culinarias, lo crudo constituye el polo indemne, lo cocido es una transformación cultural de lo crudo, y lo putrefacto su metamorfosis natural». Las tradiciones gastronómicas más dispuestas a aceptar la putrefacción sólo la toleran bajo ciertas formas espontáneas o controladas, y suelen coincidir en valorar el alimento podrido como un manjar especial.

El tiburón de Islandia, los huevos de los mil años en China, exquisitos vinos franceses y deliciosos quesos de nuestro entorno comparten la putrefacción como método de preparación y como motivo principal de su carácter gastronómico. Es interesante la relación química que enlaza el proceso de putrefacción y el abanico de sabores que se crea según la naturaleza del alimento, además de cómo afecta el proceso a su valor nutricional.

De la degradación a lo comestible

El gusto por lo putrefacto ha sido teorizado por antropólogos, filósofos y gastrónomos ilustres. Podemos encontrar referencias a alimentos podridos en las obras de Brillat-Savarin, autor de «La fisiología del gusto», Lévy-Strauss o Montaigne, que creía que el faisán «faisandado» debía llegar a la «alteración del olor». Así lo describe en un artículo Jaume Fábrega, profesor de gastronomía de la Escuela de Turismo y Dirección Hotelera de la Universitat Autónoma de Barcelona, historiador y escritor.

El «faisandage» es uno de los métodos culinarios más ancestrales que en nuestro entorno se acerca a lo podrido. Se define como un período de reposo en el que comienza la descomposición de las aves de caza, antes de su elaboración en la cocina. El «faisandage» se da como una consecuencia de una reacción química iniciada tras el «rigor mortis» (cambios químicos tras la muerte del animal que causan rigidez muscular) y justo antes de iniciarse la descomposición bacteriana del animal.

Los aminoácidos y la grasa debido a los compuestos de su degradación generan un amplio espectro de sabores

Podría considerarse como una predigestión, pues realmente la carne se reblandece y se hace más tierna y aromática. Las catepsinas, enzimas que se encargan de la degradación de las proteínas del músculo, al romperse, provocan un aumento de los péptidos y aminoácidos libres responsables del olor y el sabor característicos de la carne. A medida que van pasando las horas estos aminoácidos comienzan a degradarse por lo que se forman sustancias como el amoniaco y la cadaverina. Estos compuestos dan un olor muy característico, prueba de que la carne está ya fuera del período de maduración y ha comenzado a degradarse.

A pesar de este desagradable olor, el vínculo entre la descomposición y el sabor que hace de carnes y otros alimentos putrefactos una exquisitez al paladar es curiosa. Los aminoácidos, al degradarse, generan un amplio espectro de sabores, y la grasa también juega un papel muy importante en el desarrollo de estos gustos tan apreciados, debido precisamente a los compuestos de su degradación, generados por microorganismos, autooxidación o reacciones químicas.

Tiburones, carpas y huevos podridos

Uno de los platos más apreciados de la cocina tradicional islandesa es el tiburón conocido como «hákarl». Su carne, que resulta muy fuerte e incluso tóxica dada la elevada concentración de ácido úrico y trimetilamina de sus tejidos musculares, pasa a través de toda una serie de etapas hasta llegar a la mesa, entre las que la putrefacción juega un papel fundamental. Después de estar enterrado durante semanas, la carne putrefacta del tiburón se cuelga en secaderos en donde el viento se encarga durante meses de airearlo y formar una costra marrón tan característica como su intenso olor, que hasta sus adeptos reconocen que se parece al de la orina.

El músculo del pescado atraviesa por los estadios de irritabilidad, «rigor mortis» y alteración en el que comienzan a instalarse los procesos que llevan a la putrefacción del alimento. En esta etapa se ablanda el músculo debido a las catepsinas que degradan las proteínas estructurales y facilitan la acción de los microorganismos que colonizan el alimento en un proceso más rápido que el de la carne.

Un plato no menos original que el islandés es el «funazushi» de Japón, una delicatessen nacional que tarda hasta cuatro años en acabar de hacerse. Este pescado, una especie de carpa («Cyprinus Auratus») se deja en salmuera durante un año, después se seca y se cubre con arroz. La mezcla se deja fermentar unos tres años. El arroz se cambia anualmente pero el pescado se deja en descomposición para lograr así sus propiedades organolépticas tan preciadas.

Igual que el tiburón islandés, este pescado tiene un gusto tan penetrante que inunda de un abanico de sensaciones a quien lo prueba o, por el contrario, provoca un fuerte rechazo. El secreto reside en doce tipos de elementos volátiles detectados en diferentes muestras de «funazushi» estudiadas en la universidad japonesa de Shiga. Según los investigadores, este plato contiene numerosos aminoácidos libres con un marcado sabor dulce o umami. Pero son sobre todo el olor y el gusto agrio lo que influye en su elección, especialmente en las personas que no lo han probado antes.

También procedentes de Asia son los conocidos huevos de los mil años, que tras su degradación se hacen evidentes por su fuerte olor a azufre y su llamativa yema de color verde oscuro. El sulfuro de hidrógeno, responsable de este peculiar aroma, se da tras el cambio de acidez del alimento y la acción de los microorganismos en el interior del huevo, que lleva meses recubierto de una mezcla de arcilla, sal, lima y paja. Esta cubierta favorece su especial transformación en la que las proteínas y las grasas se degradan produciendo variedad de compuestos que le confieren su sabor y aroma.

QUESOS AL FILO DE LA MADURACIÓN

ImgImagen: Guillermo Álvarez FernándezDesde el Departamento de Higiene y Tecnología de los Alimentos de la Universidad de León y el Área de Tecnología de los Alimentos de la Facultad de Ciencias de Ourense (Universidad de Vigo) han estudiado los cambios en la composición química, los parámetros físico-químicos, las fracciones nitrogenadas, las caseínas y sus productos de degradación de diferentes muestras de queso Picón Bejes-Tresviso. Estas tradicionales variedades de queso azul, parecidas al conocido Cabrales y distinguidos también con Denominación de Origen Protegida (DOP), sufren una extensa y profunda proteolísis (ruptura de sus proteínas).

La intensa degradación de las caseínas (una de las proteínas más abundantes) durante la curación en las cuevas de alta montaña y la ruptura de sus grasas por el hongo “Peniccillium” dan lugar a un alimento con un sabor inconfundible. Según los expertos tiene que persistir en la boca durante un tiempo tras su ingestión.

UVAS PODRIDAS, VINOS EXQUISITOS

Como acompañante indiscutible del queso, el vino es un producto que también se ha beneficiado de la acción de fermentación de los microorganismos. La vendimia selectiva de uvas podridas atacadas por el hongo “Botrytis cinérea” parece ser que da lugar a uno de los mejores vinos dulces franceses, el Sauternes. Las uvas en este estado provocan un aumento del grado alcohólico de hasta un 14% y una cantidad de azúcares superior a la de otros vinos del mismo estilo.

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