Entrevista

Carlos Belmonte, director del Instituto de Neurociencias de Alicante

«Vivimos instalados en una sociedad hedonista: no queremos que nos duela nada»
Por María José Viñas 14 de agosto de 2006
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Imagen: opclibra

Carlos Belmonte es director del Instituto de Neurociencias de Alicante y catedrático de fisiología de la Facultad de Medicina de de la misma ciudad. Con dilatada experiencia en la investigación de los mecanismos bioquímicos y moleculares asociados al dolor, Belmonte sostiene que éste «debe ser eliminado de raíz una vez ha cumplido su misión de avisar de que existe una lesión».

¿Es el dolor siempre un problema?

No, también tiene su utilidad: el dolor nos indica que existe una lesión. Es una experiencia universal, casi todos los humanos lo padecemos y sólo hay algunos enfermos que carecen de esta sensación. Viven muy pocos años y mueren con terribles mutilaciones, ya que al no tener reflejos dolorosos no son conscientes de que se están lesionando.

Usted califica el dolor de «experiencia sensorial compleja».

Efectivamente, el dolor tiene diversos componentes: el sensorio-discriminativo, que nos permite discernir las características de la sensación desagradable que es el dolor. Es así como sabemos dónde nos duele, qué tipo de lesión se ha producido y cuánto ha durado. Luego tenemos el elemento cognitivo-evaluativo, que nos permite poner al dolor en su contexto: no es lo mismo un dolor asociado a una situación de peligro que el que va ligado a un parto. Y el tercer componente es el emocional, que es muy importante: nos hace perder la atención en cualquier otra cosa cuando se produce una lesión, y sólo nos preocupamos del dolor.

¿Son todos los mecanismos iguales?

No, los tres componentes están regidos por mecanismos cerebrales distintos: si se produce una lesión en uno de ellos tendremos problemas médicos derivados. Por ejemplo, si se altera el elemento cognitivo, el enfermo no le dará ninguna importancia al dolor, aunque lo tenga.

También existen diferentes tipos de dolor.

Desde un punto de vista clínico, se distinguen tres tipos. Tenemos el fisiológico o nociceptivo, que es el dolor ‘normal’ que se experimenta cuando se produce una lesión. Dura poco y sirve para avisarnos de que se ha producido una herida. Nos permite evitar el lesionarnos continuamente y es muy sencillo y directo. Pero hay otro tipo de dolor, el crónico, que ocurre cuando además de la lesión se produce un cuadro inflamatorio. En este caso, el dolor dura más tiempo que la lesión. El tercer tipo es el neuropático. Éste es el peor que existe, el más difícil de tratar y el más penoso.

Del crónico suele decirse que tiene mal tratamiento.

Lo que ocurre es que el hecho de que estén llegando al cerebro impulsos dolorosos de manera sostenida modifica su organización, ya que el sistema nervioso es muy plástico y se pueden establecer nuevas conexiones. Así, se crea un estado de excitación central en el sistema nervioso, que lo vuelve más sensible, y estímulos que antes no producían dolor ahora pueden llegar a producirlo.

¿Cuáles son los factores que hacen del dolor neuropático la tipología más complicada?

«El dolor se ha convertido en un problema social muy grave, con una enorme repercusión individual y económica»

El principal problema con este tipo de dolor es que es debido a que el sistema que tiene nuestro cerebro para la detección de dolor funciona mal: se producen sensaciones de dolor sin que necesariamente haya estímulo lesivo en nuestros órganos y tejidos. Esto es de difícil tratamiento. El dolor neuropático se da, por ejemplo, cuando se ha producido una sección de un nervio y éste se comporta anormalmente. El caso más típico es el de los ‘miembros fantasma’, que han sido amputados pero siguen doliendo. O cuando hay una trombosis de una arteria que va al tálamo y provoca que esa zona del cerebro funcione mal y se den unas sensaciones de dolor insoportables.

¿Qué tipos de fármacos se utilizan para tratar el dolor?

En la actualidad existen tres grandes bloques de fármacos. En primer lugar están los antiinflamatorios no esteroideos, como el ácido acetilsalicílico o el ibuprofeno, que actúan a nivel periférico bloqueando el efecto de los mediadores de la inflamación. Es decir: impiden que las señales del dolor lleguen al sistema nervioso central. Un segundo grupo de fármacos son los opioides, que pueden ser suaves como la codeína o más fuertes como la morfina, y que se utilizan en dolores con un componente central importante, el tipo de dolor que no se controla a nivel periférico y que corresponde con dolor crónico. El último grupo es el más insatisfactorio: son los fármacos que se utilizan para los dolores neuropáticos.

¿Cómo actúan?

Reducen la excitabilidad del sistema nervioso, pero tienen el inconveniente de que son muy poco selectivos. Como no podemos actuar directamente sólo sobre las neuronas que se activan patológicamente cuando hay una lesión en el sistema nervioso, lo que se hace es disminuir los umbrales de excitabilidad globales. El enfermo tiene menos dolor, pero al mismo tiempo está menos alerta y tiene una serie de síntomas secundarios que le hacen la vida menos agradable. Pero al menos no sufre tanto.

En la última década se ha producido un incremento importante y sostenido del consumo de analgésicos.

En efecto, y su impacto se deja sentir en otras esferas. Además del sufrimiento que causa en las personas y de las atenciones médicas que reclama, el dolor también comporta efectos colaterales en la economía.

¿En la economía?

Los datos señalan que el consumo de analgésicos crece cada año un 20%. En este momento, además, en EEUU se destinan 4.400 millones de dólares a este tipo de fármacos. Las cifras indican que el tratamiento del dolor, sea cual sea su causa o su comportamiento, representa uno de los principales gastos sanitarios en la sociedad moderna. A veces nos olvidamos de que el dolor se ha convertido en un problema social muy grave, con una enorme repercusión individual y económica debida, por ejemplo, a las bajas laborales que provoca. Los dolores articulares, de espalda o las cefaleas pueden llegar a ser incapacitantes, aunque sólo sea por unos días.

¿No será que hoy en día resistimos cada vez menos el dolor?

Es verdad que vivimos instalados en una sociedad hedonista: no queremos que nos duela nada. Y en parte está bien, ya que creo que el dolor, una vez que te ha avisado de que existe una lesión, debe eliminarse. Como dice el investigador del dolor Fernando Cervelló, en nuestra cultura judeo-cristiana considerábamos tradicionalmente que el dolor era algo que teníamos que padecer, que era necesario. Nuestras religiones han tendido a considerar el dolor como algo inevitable y a la postre positivo. Esa es una visión que los científicos no compartimos en absoluto: vemos el dolor como un enemigo, algo que hay que tratar de controlar y evitar.

Usted trabaja en el campo del dolor en el Instituto de Neurociencias de Alicante. ¿Cuáles son sus actuales líneas de trabajo?

Básicamente, nuestro trabajo trata de entender cómo los estímulos físicos y químicos que provienen del medio externo y son potencialmente dañinos son transformados por los receptores periféricos del dolor en señales nerviosas inteligibles para el cerebro. En este ámbito recientemente hemos registrado una patente de unas sustancias que podrían mejorar el dolor que se presenta tras una cirugía ocular.

¿Cree que la investigación en neurociencias progresará adecuadamente en los próximos años?

Las neurociencias se dedican el estudio del cerebro, y por eso sus descubrimientos van a influir en nuestra sociedad mucho más que cualquier otro tipo de investigaciones en las que se trabaje en estos momentos.

DESAFÍOS ÉTICOS
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Imagen: Clarita/Morguefile

El estudio del cerebro, uno de los campos prioritarios en neurociencias, va a comportar «grandes desafíos ético» en los próximos años, sostiene Carlos Belmonte. El primero, asegura, es la «más que probable» invasión de la intimidad. La neuroeconomía, una disciplina emergente, ya se está aplicando a paneles de consumidores para determinar los gustos individuales basándose en datos objetivos obtenidos a través de la imagen cerebral. «Se puede saber cuál será la elección de la persona incluso aunque ésta no verbalice sus preferencias, porque cuando ha consumido un producto que le ha gustado se le ha ‘iluminado’ una zona concreta de, por ejemplo, la corteza cerebral frontoorbitaria», señala el experto.

Este mismo tipo de técnicas podría llegar aplicarse, añade, para medir la actividad cerebral en procesos de evaluación de personal. «Tenemos ya al alcance de la mano la posibilidad de ‘leer’, en términos neurobiológicos objetivos, algunos aspectos de la actividad cerebral vinculada a situaciones anímicas o a pensamientos», aspecto que abriría la puerta a la difusión de informaciones reservadas.

El estudio de cómo funciona el cerebro también ayudará a entender «cómo somos y a mejorar nuestra conducta social», prosigue Belmonte. Por ejemplo, el concepto de responsabilidad penal «será diferente» en función del nivel de conocimiento que tengamos de en qué medida algunas conductas del individuo son evitables. «Hoy en día, el estar bajo los efectos de las drogas se considera un atenuante de determinados actos. Tal vez descubriremos que para determinadas conductas el sujeto es menos libre de lo que pensábamos y no le podemos hacer del todo responsable de determinados actos».

¿Qué clase de actos? «La violencia de género», responde Belmonte. Es un problema que «claramente» tiene que ver con los condicionantes biológicos del cerebro masculino, que es diferente del femenino. «Las mujeres no cometen apenas violencia de género, la proporción es cercana a un caso por cada cien». Los investigadores pretenden averiguar porqué es así. «En algún país nórdico, con una sociedad mucho más avanzada e igualitaria entre sexos que la nuestra, hay tanta o más violencia machista que en España», dice. Reconducir el problema, insiste, va a exigir algo más que medidas judiciales.

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