Viviendas de acogida temporal

Personas sin hogar, mujeres con hijos a su cargo o jóvenes en riesgo de exclusión social son algunos de los grupos beneficiarios de estos pisos
Por Azucena García 17 de enero de 2008
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Imagen: Emiliano Spada

Imagen: Emiliano Spada

El acceso a una vivienda es un sueño casi imposible para algunas capas de la población. Especialmente, aquellas personas con rentas más bajas o en riesgo de exclusión social son las más afectadas por el elevado precio de los pisos. Conscientes de esta realidad, algunas administraciones y entidades privadas cuentan desde hace varios años con las denominadas viviendas de inclusión, también conocidas como viviendas normalizadas o de inserción. Su función es acoger temporalmente a personas individuales o familias que se encuentran inmersas en un proceso de inserción social y no disponen de medios económicos para acceder a una vivienda en el mercado libre.

«Poder disponer de una vivienda digna puede suponer la diferencia entre la inclusión social o la marginalidad»

La Fundación Un Sol Món es una de las entidades que gestiona este tipo de pisos. Desde hace un par de años, coordina la Red de Viviendas de Inclusión, formada por entidades sociales sin ánimo de lucro que gestionan viviendas tuteladas para colectivos en riesgo de exclusión. En total, la Red cuenta con 406 pisos de los que se benefician unas 1.600 personas. Según explica una de las responsables de la Fundación, «poder disponer de una vivienda digna puede suponer la diferencia entre la inclusión social o la marginalidad para muchas personas».

Usuarios de las viviendas

Las viviendas de inserción están destinadas a personas solas o familias con un cierto grado de autonomía, pero que precisan una tutela o seguimiento especial. Son pisos que se habitan de manera temporal, generalmente entre tres y doce meses, e incluyen un plan de trabajo personalizado. El objetivo es que los inquilinos convivan en un marco normalizado que les permita alcanzar un grado de autosuficiencia para independizarse. La condición es que acepten integrarse en un plan de inserción y muestren la voluntad de adquirir hábitos de convivencia, organización y atención personal.

En el caso de la Red de Viviendas de Inclusión, los grupos beneficiarios son personas sin hogar, inmigrantes sin permiso de residencia o trabajo, solicitantes de asilo y refugiados, personas con VIH, mujeres afectadas por la violencia de género, arrendatarios desahuciados mediante prácticas abusivas, drogodependientes, personas con trastorno mental, perceptores de prestaciones muy bajas, jóvenes ex tutelados de la Administración y otros grupos en situaciones análogas. El «Informe 2006 de la Red de Viviendas de Inclusión» recoge las dificultades con que se encuentran cada uno de estos grupos y hace hincapié en la situación de las mujeres inmigrantes, víctimas de «discriminaciones asociadas a su condición, que se traducen en los bajos salarios que perciben, trabajos que tienen características de informalidad, contratos irregulares o inexistentes y falta de protección laboral», entre otras cosas.

Los pisos se habitan de manera temporal, generalmente entre tres y doce meses, e incluyen un plan de trabajo personalizado

Otro grupo sensible son los jóvenes ex tutelados, que se pueden sentir desprotegidos al cumplir la mayoría de edad y salir del centro en el que han convivido hasta ese momento. La atención se centra en proporcionarles un hogar, así como los recursos psicológicos, sociales y económicos que necesitan para el desarrollo integral de su persona. Por su parte, la Fundación Patim cuenta con un piso de inserción destinado a personas con problemas de adicción en fase de integración socio-laboral. «Es un recurso de carácter transitorio, que funciona con un régimen de autogestión y cuyo objetivo es conseguir que las personas sean independientes», explica la responsable del piso, Lucía Ruffo.

La edad media de las personas con las que trabaja Patim ronda los 30 años. En su mayoría son hombres que llegan a la Fundación tras culminar un proceso de deshabituación. El tiempo máximo estipulado para la estancia es de cuatro meses, aunque en casos excepcionales se puede prorrogar. En total, en la casa hay sitio para cinco personas. Una de ellas es un educador, responsable de la ejecución y desarrollo de los programas de apoyo. En marcha desde 2003, por este piso han pasado hasta el momento casi una treintena de personas y seis educadores. «El piso es un paso intermedio dentro de un programa global. De hecho, la parte terapéutica nunca se olvida», indica Ruffo. Semanalmente, cada paciente acude a una sesión de terapia, que no abandona hasta que alcanza el grado de madurez e independencia necesario.

Plan de trabajo

Durante el tiempo de estancia en una vivienda de inclusión, las personas residentes siguen una metodología basada en la participación activa. Son responsables del mantenimiento de la vivienda, las labores de organización, la toma de decisiones y la resolución de conflictos. Este trabajo es supervisado por un profesional, que convive en el mismo piso o realiza visitas periódicas. Además, el tutor ayuda en la búsqueda de empleo, controla el cumplimiento de las normas, realiza un seguimiento del tratamiento terapéutico y ofrece asesoramiento legal, entre otras cosas.

Los residentes se encargan del mantenimiento de la vivienda y aportan una cuota simbólica para los gastos de agua, luz o gas

El grado de tutela depende de los programas de intervención y las necesidades de los usuarios. Estos suelen firmar un compromiso individual o colectivo referido a las normas de utilización del piso, la relación con el resto de residentes, las visitas y el consumo de alcohol u otras sustancias. Por otro lado, cuando sea posible, se comprometen a aportar una cuota o cantidad simbólica para sufragar los gastos de comida, agua, luz o gas. De esta manera, se aprovecha la gestión doméstica para que los beneficiarios del piso fomenten su autonomía y aprendan a planificar gastos.

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