El autismo rompe la barrera del silencio

Las personas con autismo clásico muestran interacción social limitada, problemas con la comunicación verbal y no verbal y con la imaginación, y actividades poco usuales
Por Jordi Montaner 29 de junio de 2006

Nuevos datos científicos en torno a esta enfermedad mental reclaman la atención del colectivo médico, las administraciones y los familiares de pacientes. Siguen siendo más las preguntas que las respuestas formuladas en torno al autismo, pero antiguos clichés dan al traste y nuevas hipótesis toman forma de evidencia.

En su última edición del mes de mayo, el semanario TIME exploró en portada diversas ‘nuevas pistas sobre el mundo oculto del autismo’. Fue un psiquiatra estadounidense, Leo Kanner, quien acuñó el término de autismo por primera vez, hace 60 años, para referirse a una enfermedad mental encuadrable dentro del grupo de trastornos del desarrollo y caracterizada por una escasa interacción social, problemas en la comunicación verbal y no verbal, actividades e intereses gravemente limitados, inusuales y repetitivos.

La definición no es tan exclusiva como parece, puesto que otros síndromes conocidos cursan de un modo similar: el síndrome de Asperger, el síndrome de Rett, el trastorno desintegrativo infantil y el trastorno general del desarrollo no especificado o atípico. Los expertos estiman que de tres a seis de cada mil niños padecen un autismo en toda regla. Aunque la estadística se aplica a ambos sexos, nacer niño comporta un riesgo cuatro veces mayor de sufrir autismo que nacer niña. En la actualidad, los neurocientíficos reclaman que las enfermedades del espectro autista responden más a un fallo cerebral que a un comportamiento distorsionado, por lo que desligan dicho trastorno del ámbito psiquiátrico.

Desde los Centers for Diseases Control and Prevention (CDC) de Atlanta, Georgia, se especula con que los trastornos del espectro autista podrían ser mucho más frecuentes de lo que se piensa y se dice. Hablan, en concreto, de que afecten a uno de cada 166 nacimientos, doblando las previsiones realizadas hace sólo 10 años y multiplicando por diez las formuladas en el momento en que se identificó la enfermedad. Esta circunstancia ha suscitado la crítica de los neurólogos, que en EEUU cuentan con un presupuesto federal de 100 millones de dólares anuales para investigar el autismo, mientras que los cánceres infantiles, menos frecuentes según ellos, reciben un presupuesto cinco veces superior. Por otra parte, la casuística autista triplica la diabética y son muchas más las investigaciones encaminadas a combatir la diabetes que el autismo.

La hipótesis del timerosal

Un toxicólogo de la Universidad de California, Isaac Pessah, tomó en brazos la responsabilidad de investigar por su cuenta a más de 700 familias de pacientes autistas, con muestras de sangre, cabello, tejidos y orina para indagar sobre la influencia de factores ambientales capaces de explicar porque la incidencia de autismo puede haber crecido mientras que las de otros trastornos mentales ha permanecido estable durante décadas. Su análisis ha cubierto distintos tóxicos, pesticidas, metales y sustancias opioides y ha revolucionado la comunidad científica con el sugerimiento de que un conservante utilizado en la mayoría de las vacunas aplicadas a niños, el timerosal, desencadena una serie de disfunciones del sistema inmune que acaban afectando el desarrollo del cerebro y expresando sintomatología autista a partir de los dos años de edad. Aunque Pessah fue muy cauto a la hora de sentar conclusiones, las autoridades sanitarias están procediendo a retirar el timerosal en las formulaciones de las vacunas.

Los genetistas andan todavía más perdidos. La posibilidad de que un hermano gemelo de un niño autista desarrolle también la enfermedad es sólo de un 10%. Se han identificado genes implicados en el desarrollo de este trastorno en los cromosomas 2, 5, 7, 11 y 17; pero se piensa que podría haber docenas de genes implicados y no va a ser nada fácil cartografiar pistas de inducción a partir del genoma humano. Tal vez el hallazgo más significativo sea el expuesto por los anatomopatólogos: el cerebro de un enfermo autista es inexplicablemente más voluminoso que un cerebro normal, habiéndose identificado irregularidades en los lóbulos frontales, el cuerpo calloso, la amígdala, el hipocampo y el cerebelo. El cerebro de un niño autista de 4 años tiene el tamaño que correspondería a un niño sano de 13.

Síntomas conductuales

Los niños autistas no miran a los ojos sino a los labios, a la boca, tratando de descifrar cuanto se les dice

Existen tres comportamientos distintivos que caracterizan este trastorno. Los niños autistas presentan una dificultad ostensible para interactuar socialmente, experimentan problemas de comunicación tanto verbal como no verbal y muestran comportamientos reiterativos, intereses muy limitados u obsesivos. Suelen ser los padres y los educadores los primeros en advertir síntomas de autismo, incluso a partir de etapas tan precoces como la lactancia. Un bebé con autismo puede no responder a la presencia de otras personas o concentrarse solamente en un objeto, excluyendo a otros y durante periodos muy prolongados. Pero un niño autista puede aparentar también un desarrollo normal y luego replegarse y volverse indiferente a los contactos sociales.

Son niños generalmente incapaces de responder a su nombre y, a menudo, evitan sostener la mirada de otra gente. Asimismo, tienen dificultades para interpretar lo que otros están pensando o sintiendo ya que no logran comprender los códigos sociales, tales como un tono de voz o expresiones faciales, y no observan los rostros de otra gente para obtener pistas sobre cuál debiera ser el comportamiento adecuado. Un rasgo distintivo es que no miran a los ojos sino a los labios, a la boca, tratando de descifrar cuanto se les dice. Al grito de ‘ven’, permanecen inmóbiles; y sólo se levantan ante la orden ‘levántate’ o ‘camina hacia mí’. Por otro lado, carecen de empatía y eso dificulta enormemente la capacidad de los adultos para comunicar con ellos.

Muchos niños con autismo efectúan movimientos repetitivos, como, mecerse o retorcerse, tumbarse en el suelo o caer. También frecuentan algunas conductas autodestructivas, como morderse o golpearse la cabeza. Suelen empezar a hablar más tarde que otros niños, y puede que se refieran a ellos mismos por su nombre en vez de ‘yo’. Los menores autistas no saben jugar de manera interactiva con otros niños, por lo que a menudo se ven marginados, experimentan consciencia de semejante marginación y caen en depresiones de envergadura. Algunos hablan como si estuvieran cantando y lo hacen en torno a una gama muy limitada de temas favoritos, prestando poca atención a los intereses de la persona a la cual le están hablando.

Se ha descrito que muchos niños con autismo exhiben una baja sensibilidad al dolor físico; en cambio, son anormalmente sensibles al ruido, al tacto o a otros estímulos sensoriales. Todas estas reacciones pueden contribuir a un cuadro arquetípico de esta enfermedad, caracterizado por una resistencia activa a ser abrazados. Lo peor es que los niños autistas presentan también un mayor riesgo de padecer enfermedades no fisiológicamente unidas al autismo aunque sí muy asociadas, como el llamado síndrome de cromosoma X frágil (que provoca retraso mental), esclerosis tuberosa (que favorece la aparición de tumores en el cerebro), convulsiones epilépticas (el 20-30% de los menores autistas desarrollan epilepsia en la etapa adulta), síndrome de Tourette, discapacidades de aprendizaje y trastorno de déficit de atención e hiperactividad.

NUEVAS LÍNEAS DE INVESTIGACIÓN

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En EEUU y bajo el patrocinio de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) en Bethesda, Maryland, ocho centros dedicados a la investigación neurológica están llevando a cabo investigaciones básicas y clínicas, incluyendo estudios sobre causas, diagnóstico, detección precoz, prevención y tratamiento. Los investigadores están empleando modelos animales para estudiar cómo un neurotransmisor en concreto, la serotonina, establece conexiones entre las neuronas que se piensa pueden estar dañadas y, por medio de programas asistidos por computadora, tratan de identificar patrones de comunicación que ayuden a los niños autistas a interpretar las expresiones faciales.

Un estudio con técnicas de imágenes está investigando áreas del cerebro que se activan durante conductas obsesivas/repetitivas en pacientes con autismo e indagan den las anormalidades cerebrales que pudiesen causar una alteración de la comunicación social en menores autistas. Estudios clínicos, por otro lado, están evaluando la efectividad de un programa que combina la capacitación de los padres y el uso de medicamentos para reducir la conducta infantil alterada por distintos trastornos de espectro autista.

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