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En los últimos años se ha detectado un aumento significativo de casos de hígado graso en niños y adolescentes. ¿Qué factores están impulsando este crecimiento?
El aumento de los casos de hígado graso en niños y adolescentes está estrechamente vinculado con los cambios en el estilo de vida que se han vuelto cada vez más comunes en las últimas décadas. Entre los factores más importantes destacaría tres: la mala alimentación; el sedentarismo y la obesidad; y los factores genéticos y familiares.
¿Cómo influye la mala alimentación?
El consumo frecuente de alimentos ultraprocesados, como refrescos, golosinas, frituras y comida rápida, ha crecido considerablemente. Estos productos suelen aportar muchas calorías vacías; aunque llenan, no nutren, y en exceso pueden causar aumento de peso y dañar el hígado.
¿Y el sedentarismo?
Muchos niños y adolescentes pasan varias horas al día frente a pantallas, lo que reduce su actividad física diaria. La falta de ejercicio es un factor de riesgo clave para desarrollar hígado graso. Hoy en día, la obesidad infantil se considera una epidemia global y está estrechamente asociada a esta enfermedad hepática, estimándose que el 40 % de niños con obesidad presentaría hígado graso.
¿Qué tipo de factores genéticos influyen?
En algunos casos, los antecedentes familiares de diabetes tipo 2, obesidad o enfermedades metabólicas también pueden aumentar el riesgo de padecer hígado graso desde edades tempranas.
¿Hay evidencia de que el entorno prenatal, como la diabetes gestacional, aumente el riesgo de enfermedad hepática en los hijos?
Las condiciones durante el embarazo pueden influir en el riesgo de que un niño desarrolle hígado graso más adelante en la vida. En concreto, cuando una madre tiene niveles elevados de azúcar en la sangre durante el embarazo (diabetes gestacional), el feto puede verse expuesto a un ambiente metabólico alterado. Esto puede afectar a la forma en que el cuerpo del bebé procesa la glucosa y las grasas, aumentando el riesgo de desarrollar enfermedades metabólicas, incluido el hígado graso, en la infancia o adolescencia.
¿También influye el sobrepeso materno?
Las madres con sobrepeso antes o durante el embarazo también pueden transmitir a sus hijos una mayor predisposición a acumular grasa en el hígado. Este riesgo está relacionado con cambios en el ambiente intrauterino que pueden “programar” ciertos órganos del bebé, como el hígado, para funcionar de forma diferente.
Muchos padres no saben que el hígado graso puede afectar a los más jóvenes. ¿Cuáles son los primeros signos de esta enfermedad?
El hígado graso también puede afectar a niños y adolescentes, especialmente si tienen sobrepeso u obesidad. En casa, los síntomas suelen ser muy leves o inexistentes. A veces puede haber cansancio o dolor abdominal leve. Por eso, las revisiones pediátricas son clave. El pediatra puede sospechar de hígado graso si el niño tiene un índice de masa corporal alto, antecedentes familiares de diabetes o colesterol elevado, o si los análisis de sangre muestran enzimas hepáticas alteradas. En esos casos, una ecografía puede confirmar el diagnóstico.

¿En qué momento se considera clínicamente preocupante la acumulación de grasa en el hígado?
Se vuelve clínicamente preocupante cuando supera el 5 % del peso del hígado y comienza a provocar inflamación o daño en las células hepáticas. En este punto, ya no hablamos solo de hígado graso simple, sino de una forma más avanzada conocida como esteatohepatitis (MASH), que puede progresar con el tiempo si no se trata.
¿Es reversible en las primeras etapas?
En las etapas iniciales el hígado graso es reversible, especialmente en niños. Con una alimentación saludable, mayor actividad física y un control adecuado del peso, el hígado puede recuperarse por completo. Por eso es fundamental detectarlo temprano, antes de que haya daño permanente.
¿Qué pruebas se utilizan actualmente para confirmar el diagnóstico en la población pediátrica?
El diagnóstico siempre se basa en una combinación de antecedentes médicos, pruebas físicas y estudios de laboratorio o imagen. Suele comenzar con análisis de sangre, donde el médico revisa si hay enzimas hepáticas elevadas (como ALT o AST), que pueden indicar inflamación en el hígado. Si hay sospecha, se utiliza una ecografía abdominal, que permite visualizar si hay acumulación de grasa en el hígado. Es una prueba segura, no invasiva y muy utilizada en niños.
¿Y si la situación es más compleja?
En casos más complejos o cuando se necesita más precisión, se pueden usar otras herramientas como la elastografía hepática (una especie de “ecografía” que mide la rigidez del hígado) o, en situaciones muy específicas, una biopsia hepática; aunque esta última se reserva solo para casos graves o con dudas diagnósticas.
¿Está recomendada una estrategia de cribado sistemático en niños con obesidad o antecedentes familiares?
Sí. Las principales guías médicas recomiendan realizar un cribado (o evaluación) sistemático en niños con obesidad, especialmente a partir de los 9 o 10 años, incluso antes si hay otros factores de riesgo. También se aconseja en niños con antecedentes familiares de hígado graso, diabetes tipo 2, colesterol alto o síndrome metabólico, aunque no tengan síntomas visibles.
Una vez diagnosticado, ¿cuál es el enfoque terapéutico más eficaz para tratar el hígado graso en niños?
El tratamiento principal es modificar el estilo de vida, especialmente con una alimentación saludable y más actividad física. En la mayoría de los casos no se necesitan medicamentos: reducir el consumo de azúcares, grasas poco saludables y aumentar el ejercicio puede revertir el problema. Solo en casos graves o que no mejoran con estos cambios, el médico puede valorar el uso de medicamentos. El seguimiento clínico incluye controles regulares cada pocos meses para revisar el peso, análisis de sangre (enzimas hepáticas, glucosa, colesterol) y, si es necesario, ecografías.
¿Qué consecuencias a largo plazo puede tener un hígado graso no tratado en la infancia?
Si el hígado graso no se trata durante la infancia, puede tener consecuencias importantes a largo plazo. Con el tiempo, esta acumulación de grasa puede progresar a formas más graves como la esteatohepatitis, que implica inflamación y daño hepático, y eventualmente evolucionar hacia fibrosis o cirrosis, donde el hígado desarrolla cicatrices permanentes que afectan su funcionamiento. Además, los niños con hígado graso tienen un mayor riesgo de desarrollar enfermedades metabólicas en la edad adulta, como diabetes tipo 2, hipertensión, colesterol alto y problemas cardiovasculares. En casos extremos, incluso puede aumentar el riesgo de cáncer de hígado más adelante en la vida.
La Asociación Española para el Estudio del Hígado ha destacado su Plan Nacional de Salud Hepática: Reto 2032 para el diagnóstico precoz. ¿Cuáles son los puntos fundamentales que se podrían aplicar a los pacientes más jóvenes?
Este plan busca mejorar el diagnóstico precoz y el manejo de las enfermedades hepáticas en toda la población. Aunque está centrado en adultos, algunos de sus ejes son perfectamente aplicables a los pacientes más jóvenes. Entre ellos destaca la importancia de establecer estrategias de cribado en grupos de riesgo, como niños con obesidad o antecedentes familiares de enfermedades metabólicas, y promover el acceso a pruebas no invasivas para detectar el hígado graso de forma temprana.
También enfatiza la necesidad de educación y prevención desde edades tempranas, fomentando hábitos de vida saludables en el entorno escolar y familiar. Aplicar estos principios en la infancia no solo mejora la salud hepática a corto plazo, sino que también reduce el riesgo de enfermedades crónicas en la edad adulta.
¿Hay evidencia de que los programas comunitarios de salud tengan impacto real en la prevención del hígado graso infantil?
Sí. Iniciativas como talleres para padres, campañas en escuelas, actividades físicas en grupo o cambios en los comedores escolares han demostrado mejorar los hábitos alimentarios y reducir el sedentarismo en niños y adolescentes. Estos programas funcionan mejor cuando involucran tanto a las familias como al entorno escolar, ya que promueven cambios sostenibles en el estilo de vida. A su vez, contribuyen a aumentar el conocimiento sobre la salud hepática. Aunque no todos los programas tienen la misma eficacia, los que combinan educación, apoyo emocional y acciones prácticas muestran los mejores resultados, y representan una herramienta valiosa en la prevención desde edades tempranas.