Entrevista

Daniel Ramón, experto en biotecnología de alimentos

«Los alimentos transgénicos están marcando la pauta en la evaluación de nuevos productos»
Por EROSKI Consumer 30 de agosto de 2002

Daniel Ramón es doctor en Ciencias Biológicas e investigador científico del CSIC en el Instituto de Agroquímica y Tecnología de Alimentos. Su especialización es la biotecnología de los alimentos y desde hace algo más de una década investiga con alimentos transgénicos. De ellos asegura que están marcando una pauta nueva en alimentación ya que, por sus características, hay que evaluar con lupa cualquier producto que quiera comercializarse, algo que no se da en la misma medida en otro tipo de productos.

¿Qué definición daría para un alimento transgénico?

Aquel en cuyo diseño se emplean técnicas de ingeniería genética.

¿No da eso un poco de miedo?

Transgénico es en efecto un término provocador que crea una cierta sensación de miedo respecto a lo que está definiendo. Pero no es más que un vocablo que sólo se emplea en los países castellano-parlantes: en los anglosajones el término que se usa es organismos modificados genéticamente (OGM, en sus siglas inglesas), que a mi me parece mucho menos agresivo.

¿Desde cuándo se investiga en esta línea de alimentos?

La década de los 80 es la que marca los primeros éxitos en el laboratorio. Pero si hablamos de desarrollo con aplicación industrial no es hasta principios de los 90 que empieza a alcanzar su punto de partida. De hecho, no es hasta 1994 que se otorga el primer permiso de comercialización. Si nos referimos a ingeniería genética aplicada a alimentación, los primeros resultados se dan, en laboratorios, a principios de los 80, momento en el que en Bélgica se logra la primera planta transgénica. Y en lo que respecta a alimentos fermentados, bacterias acidolácticas o levaduras, es a comienzos o mediados de los 80. A finales de esa década se presentan los primeros animales de granja transgénicos.

En su caso ¿desde cuándo lleva investigando en alimentos transgénicos?

Hace 14 años, y entonces era como una cosa un poco de locos. Recuerdo que cuando llegué al Instituto de Agroquímica y Tecnología de los Alimentos (IATA) del CSIC en Valencia un colega definió mi incorporación con la siguiente frase: “Hemos pedido bolígrafos y nos han mandado rotuladores”. Sonaba un poco a locura que alguien que hiciera ingeniería genética apareciera en un instituto de tecnología de los alimentos. Pero le echamos valor.

Con el paso del tiempo, tanto en investigación como comercialización, ¿el mayor handicap sigue siendo la percepción pública?

Tenemos un problema doble. Uno, es obvio que hacer ingeniería genética en alimentación implica tener presente que al consumidor tienes que ofertarle algo que parezca interesante y beneficioso porque si no, y dado el estado de percepción que se tiene de estos productos, no se va a aceptar. Esta es una percepción muy diferente de la que se tiene de la ingeniería en farmacia, donde nadie duda de la insulina transgénica, por ejemplo.

El segundo problema, menos conocido, es de carácter científico. Se trata del escaso conocimiento de las rutas metabólicas que conducen a características organolépticas o nutricionales en alimentos. En otras palabras, que hay poco conocimiento bioquímico de muchos procesos en tecnología de los alimentos, lo que hace muy difícil aplicar ingeniería genética. Es decir, o se tiene un conocimiento bioquímico previo o no lo puedes hacer. Esto limita mucho nuestro campo de actuación, y es algo de lo que casi nunca se habla.

La percepción pública ¿es igual en todos los países?

No exactamente. En Europa, por ejemplo, es fácil rechazar la ingeniería genética en alimentación. Pero esta posición, desde mi punto de vista, es egoísta ya que aquí nos podemos permitir ese lujo. En cambio, la aplicación de estas técnicas en países en desarrollo, que ni de lejos van a solventar el hambre en el mundo, puede ayudar en problemas puntuales de nutrición o de falta de productividad. En un país como Argentina, el único sector agrícola que sobrevive en estos momentos es el que está plantando soja transgénica. Gracias a ello pueden obtener un 20% de incremento de productividad. Desde Europa eso no se valora ni se ve.

Si ponemos los transgénicos en una balanza, a un lado los puntos a favor y en otro los que tiene en contra ¿quién gana?

Con los datos científicos y rigurosos que disponemos hoy en día la balanza se inclinaría a los beneficios ya que no vemos ni más ni menos riesgos con estos alimentos que con los convencionales. Hoy en día estamos hablando de un número reducido de alimentos que han obtenido el permiso de comercialización. En total, no llegan a los 70 y en su mayoría son vegetales (maíz, soja tomate). Pero esto es la punta del iceberg.

Y ¿qué hay debajo?

El alimento en el mercado, como decimos, es la parte visible. Lo que no se ve es todo lo relativo a la evaluación. Esta es la principal diferencia respecto a otros nuevos alimentos, que presentan menos exigencias de control y un tiempo muchísimo más reducido para llegar al mercado. Esto no ocurre con los transgénicos, que pasan un proceso de evaluación largo, una media de cinco años.

¿Tiene algo que ver si la investigación que media es pública o privada?

La investigación de una compañía privada no tiene que preocuparse por la financiación, ya que procede de la propia empresa. Si es investigación pública hay que conseguir financiación, bien a través de una compañía privada, no muy frecuente en estos momentos en nuestro país, o bien a través de fondos públicos de cada comunidad autónoma, del gobierno central o de la Unión Europea. En los últimos años se viene constatando un descenso importante de financiación pública procedente de la Unión Europea. En España ese descenso no se ha notado.

¿Es atribuible ese descenso a alguna causa concreta?

Evidentemente está relacionado con la percepción que tiene la sociedad europea de estos tipos de desarrollo, lo cual me parece muy grave. En esencia, lo que está ocurriendo es que estamos parando desarrollo europeo propio y con ello, la posibilidad de hacer frente a compañías multinacionales, muchas de las cuales son norteamericanas.

Y siguiendo adelante con el proceso, ¿qué ocurre una vez consigues las ayudas?

Entonces empieza el proyecto, que suele durar tres años de trabajo día a día para tener un desarrollo que funcione en el laboratorio. Luego, hay que evaluar. En el caso de una planta, hay que ver cómo se comporta en invernadero y cómo funciona cuando se da una liberación controlada al medio ambiente. En mi caso, que trabajo en levaduras, hay que ver cómo funciona a nivel de planta piloto. La liberación controlada, por otra parte, requiere un permiso de la Comisión Nacional de Bioseguridad.

Y si todo funciona bien…

Si alguien quiere comercializar el producto se inicia el proceso. Primero, con un permiso de comercialización, para el cual se requiere una evaluación toxicológica y otra ambiental (que en buena medida se basaría en la liberación controlada). El conjunto de resultados hay que entregarlos a la comisión española y posteriormente a la Unión Europea. Sin duda, se trata de un largo proceso.

Así ¿cuánto tiempo pasa desde la idea de creación de un producto hasta su colocación en la vitrina de un comercio?

Básicamente, entre ocho y diez años.

Es un proceso muy largo…

Sí, y también con muchísimas evaluaciones de por medio. Una de las cosas buenas de los alimentos transgénicos es que nos están marcando una pauta nueva en alimentación, obligando a evaluar con lupa aquello que vamos a comercializar.

¿Es para tanto?

Si pasado mañana me dicen que se prohíbe la venta de transgénicos por motivos políticos me quedo medianamente satisfecho si a cambio se acepta que todo lo que comemos se evalúe como se están evaluando hoy en día los transgénicos.

¿Entonces qué hacer con la mala imagen de estos alimentos?

Es complicado acabar con esa visión. Se trata de una cuestión de paciencia, tiempo y mucha educación entre los consumidores. Es difícil, pero no imposible.

¿Qué debería saber el ciudadano de a pie?

Que hay muchos grupos de investigación trabajando en estas temáticas y en líneas muy distintas. Por ejemplo, en la Universidad de Oviedo y en colaboración con el INIA de Madrid, hay un grupo trabajando en vacunas orales.

En estos momentos ¿cuántos alimentos transgénicos están en lista de espera?

En la lista en fase de comercialización hay un montón de alimentos transgénicos y en los próximos cinco o diez años la cifra aumentará de forma considerable. Y es ahí donde se abrirán expectativas muy interesantes para el consumidor, porque los primeros desarrollos han favorecido más a los primeros eslabones de la cadena de producción. Pero lo que viene ahora será distinto porque los investigadores de las empresas que los comercializan se darán cuenta que tienen que ofertar cosas que interesen al consumidor. Así, ahora hay en lista de espera muchas cosas con mejora de composición nutricional o que ofertan a lo mejor un alimento con un incremento sanitario importante.

¿Hay alimentos nutracéuticos en lista de espera?

Varios, entre ellos vacunas orales que pueden inmunizar contra el cólera o contra la diarrea producida por E-coli. También hay algunos desarrollos de vacunas en bacterias acidolácticas que darían lugar a derivados lácteos que al ingerirlos vacunarían. Luego, desarrollos interesantes, como compuestos con actividad antioxidante o incremento de determinadas vitaminas dando un producto que tiene un valor añadido desde el punto de vista nutricional. Estos desarrollos, en países como el nuestro, afectan sobre todo a la preocupación del consumidor por el binomio alimentación-salud.

¿Es optimista de cara al futuro?

Sí, y soy más optimista que un año o dos atrás porque creo que trabajo en una línea que antes o después tendrá un futuro. Como yo no trabajo en una empresa privada puedo permitirme el lujo de esperar. Pero, por otro lado, soy pesimista como ciudadano de la Unión Europea porque creo que estamos perdiendo la oportunidad de ser, si no líderes, sí colíderes en esta materia. Y dentro de unos años lo pagaremos porque estaremos subyugados a una serie de patentes o de desarrollos de compañías de otros países que deberemos apechugar. Un amigo economista suele decir que frente al riesgo de hacer está el riesgo de no hacer. En este caso concreto, si el riesgo de no hacer dentro de unos años nos salta a la cara ¿a quién pedimos en ese momento responsabilidades? ¿A quien reclamaremos dentro de 10 años por no haber hecho ahora lo que se podía y debía?

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