Entrevista

Maria Josep Sebastià Coma, profesora de nutrición de la Escuela Universitaria Blanquerna. Barcelona

«Seguimos comiendo hasta después de hartarnos»
Por Jordi Montaner 18 de enero de 2008
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Imagen: CONSUMER EROSKI

Alternando la labor docente universitaria con un trabajo de campo en atención primaria y la consulta privada como nutricionista, Maria Josep Sebastià reivindica la importancia de las dietas a la hora de comer. «Se trata de un asunto pedagógico, educativo», dice. «Enseño a mis alumnos a enseñar a comer a la gente, a seleccionar con acierto sus comidas y a cuidarse de forma correcta». En su vertiente más asistencial, Sebastià se ha especializado en la atención dietética a pacientes con cáncer, esclerosis múltiple o SIDA.

En lo que a comer concierne, cuidarse suena a sacrificio y desmadrarse, a placer.

Cuidarse es amarse, mimar a nuestro cuerpo y a nuestra mente. Comer de forma atolondrada, sin criterio y a lo loco nos hace un flaco favor a la vez que nos engorda.

Por tanto, a portarse bien.

Comer siempre debe suponer un placer, ya que forma parte de la historia, pero uno debe saber qué le conviene y qué no, y qué proporciones o qué cantidades le irán mejor en función de su género, edad, talla o régimen de actividad física. Dieta no es lo mismo que régimen, el cual tiene, ciertamente, una connotación restrictiva. La dieta, sin embargo, es simplemente ‘un plan de vida para mantener la armonía de un sistema’. Así es como la definió Hipócrates.

¿Y qué lleva a cabo un diplomado universitario en nutrición que no pueda realizar un profesional de medicina, farmacia o enfermería?

Saber qué comida conviene y cuál no, así como enseñar a comer bien, son cosas para las que no basta un libro ni unas instrucciones, sino intervención humana especializada. El sanitario es muy diverso en ámbitos de actuación profesional, y en él hay un lugar que considero muy importante para el dietista, como también lo hay para el fisioterapeuta o rehabilitador. En muchos países sudamericanos, por ejemplo, los dietistas son licenciados universitarios con cinco años de carrera que asumen totalmente la competencia de pacientes con sobrepeso, hipertensos o diabéticos, de forma que sus médicos quedan exclusivamente relegados a la intervención terapéutica. También es una manera de descargar la enorme presión asistencial de nuestros sistemas.

Su grupo está llevando a cabo un estudio sobre las ventajas de incluir a dietistas en los centros de atención primaria de la red pública.

En efecto, muchos médicos se desaniman por los escasos resultados que obtienen de sus pacientes en materia de hábitos dietéticos, y pretendemos constatar que una pedagogía adecuada puede obrar milagros en este sentido.

¿No habría que empezar por las escuelas?

Lo hacemos, pero cuesta mucho más. Tenemos cierta presión por parte de los mismos educadores, que quieren ser los primeros en promover hábitos saludables a sus alumnos. Sin embargo, lo que ocurre en las casas de esos alumnos pesa más incluso que lo que ocurre en la escuela, en lo que a comidas concierne, y poder enseñar a los padres cuál es la mejor manera de enfocar la alimentación en el seno familiar es muy complejo aunque, sin lugar a dudas, necesario.

Pues enseñemos a los padres.

Las comidas y las cenas eran antes un punto de encuentro familiar. Los guisos caseros, elaborados a conciencia y en base a un recetario rico y saludable, quedan hoy relegados a los restaurantes y la comida rápida y barata se impone. Y los dietistas no ganamos nada con criticar este cambio social. Nuestra misión es la de adaptarnos a cómo funcionamos hoy y velar porque, dentro de un cierto orden, la gente coma bien.

Nunca hemos tenido tanta comida al alcance.

Esto es parte del problema. Nuestro organismo está diseñado para pasar periodos de hambruna, y los individuos con un código genético ahorrador de energía son los que mejor han sobrevivido durante decenas y centenas de siglos. No obstante, tener hoy un fenotipo ahorrador de energía supone un obstáculo para la salud. Ya no hay largos inviernos de escasez de alimentos, plagas ni pestes, por lo menos en nuestro ámbito industrializado. El libre comercio y la sofisticación de las comunicaciones permiten, por su parte, que en la mesa dispongamos hoy de toda suerte de alimentos. Comemos mucho porque nuestro organismo siempre pide comer más cuando es posible. Así, como dicen los castellanos castizos, seguimos comiendo hasta después de hartarnos.

Hay quien cree que todo el problema está en la mente, más que en el estómago.

Razón no le falta. Los cambios sociales a los que antes me refería llevan consigo un ímpetu salvaje en los horarios que, sin estresarnos tanto como un accidente, un desamor, una enfermedad o una muy mala noticia, nos estresa continuamente y nos desgasta. Este estrés libera hormonas que generan una cierta ansiedad, cuya interpretación corporal más fácil suele ser el hambre. Paralelamente, comer mal guarda relación también con los deterioros del sistema inmune, retención de líquidos y drenaje linfático.

La dieta en la Grecia antigua
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Imagen: Aneta Blaszczyk

Ya en el siglo VI antes de Cristo, Pitágoras daba a la alimentación una función social, y su dieta consistía en una forma de vivir, un comportamiento. Aconsejaba una alimentación simple a base de pan de mijo y de cebada, miel, frutas y verduras y escasa carne. Abominaba, esos sí, las vísceras y algunos pescados. Pitágoras también abogaba por curtir el cuerpo mediante ejercicio físico y acoger un equilibrio entre el ser humano y el universo circundante.

En su libro ‘La dieta saludable’, Hipócrates se hizo eco de los principios dietéticos dibujados por Pitágoras, pero subrayando la importancia de la personalización. Cada cual debía ordenar su dieta de acuerdo con la edad, la complexión, el género, la estación del año o el lugar de residencia.

Las dietas de Hipócrates se basaban en dos principios, el de la compensación (en invierno conviene tomar alimentos secos y calientes y en verano, crudos y ricos en agua) y el de la conformidad (sin cambios bruscos mediante la pauta de periodos de aclimatación de una semana de duración aproximada). Fue también en la antigua Grecia cuando se empezaron a calificar los alimentos en virtud de su digestibilidad, valor nutritivo y efectos sobre el organismo. Una buena alimentación, según la teoría hipocrática, era la mejor medicina.

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