Al lado del enfermo de Alzheimer o del anciano con esclerosis múltiple casi siempre hay una hija, un hermano, un familiar directo ocupándose de su cuidado. Lo hacen por cariño o por sentido de la obligación, de buen grado o a regañadientes, pero el caso es que se trata de personas absorbidas por la enfermedad del atendido. Quizá han tenido que abandonar su trabajo, o bien modificar sus hábitos y la organización de su propia vida, pues hay enfermedades tan crudas con el enfermo como tiránicas con quienes les rodean.
Nuestro tiempo está empezando a ver cumplido el sueño de la longevidad, pero hecho muchas veces pesadilla debido a que a la conquista de cantidad de vida no le acompaña la calidad de vida. Gran parte de los ancianos son seres cuasivegetativos, dependientes y tristemente convertidos en cargas para quienes les asisten. Y no basta con apelar a códigos morales o argumentos afectivos para dar por solventado el problema. Ciertamente es deber de los familiares atender a esos seres incapaces de valerse por sí mismos.
Sociólogos, psicólogos, gerontólogos y asociaciones relacionadas con el tratamiento de enfermedades degenerativas llevan tiempo estudiando lo que empieza a conocerse como el «síndrome del cuidador». El cuidador es un enfermo oculto, teóricamente sano, sobre quien recae tal impacto de responsabilidades y tareas que ve alterado su equilibrio, a veces con consecuencias extendidas al carácter, las relaciones o la propia familia. Más allá del tradicional «báculo de la vejez» del mayor, asume papeles asistenciales de todo tipo que le ocasionan a menudo un fuerte desgaste. Al sufrimiento propio de quien observa el declive del ser querido se le añaden la ansiedad de la vigilancia constante, el temor al fracaso, la sensación de culpa o incumplimiento, frecuentemente acompañadas de irritabilidad, estrés e impaciencia. Son efectos psicológicos de desgaste que, no obstante, el cuidador descuida por cierto escrúpulo de conciencia: ¿cómo va a preocuparse de sí mismo teniendo delante a un ser tan desvalido?
La atención familiar a los enfermos mayores es tan absorbente que puede llegar a distorsionar también el papel social del cuidador. No es infrecuente que la dedicación intensiva al anciano repercuta en una suerte de autosecuestro según el cual su cuidador acaba siendo rehén del enfermo. A veces los sentimientos de amor filial reproducen erróneamente esquemas de relación padres-hijos pertenecientes a etapas pasadas, como si con ello se intentase recompensar al progenitor por los esfuerzos que hizo en su día. Entonces el hijo o la hija consienten recibir órdenes del padre o la madre, le siguen la corriente, le permiten caprichos ajenos a sus necesidades reales de atención sin reparar en que las cosas no son como antaño. La madurez del cuidador empieza así a tambalearse en una cierta crisis de identidad: al volcarse en demasía en el enfermo rebaja su propia estima. Regresa a aquella época de inseguridad en que, siendo niño, buscaba mediante su conducta la aprobación del adulto. Inversión de papeles: la persona madura se infantiliza, el anciano lo domina. No son pocos los casos en los que el cuidador acaba cediendo a chantajes emocionales y exigencias desmedidas que le llevan a dejar en segundo plano su función de padre, madre, esposo o esposa, con nefastas consecuencias en la pareja o el orden familiar.
Según algunos estudios, el perfil medio del cuidador de un enfermo crónico se corresponde a una mujer de entre 45 y 60 años. Son edades en que muchas mujeres afrontan nuevas etapas de la vida que conllevan posibilidades de desarrollo personal. Crecidos los hijos, han empezado a adquirir una relativa autonomía que les permite plantearse proyectos, cultivar aficiones, emprender estudios, etc. Todo esto, sin embargo, queda bloqueado al asumir la labor cuidadora. La renuncia forzosa a nuevos horizontes engendra frustración y abatimiento. En muchos casos, la mujer se desatiende a sí misma, no se relaciona con las amistades o renuncia a actividades de ocio. Su derecho a llevar una vida propia queda aplazado sin fecha. Por grande que sea la recompensa sentimental de su decisión, es evidente lo elevado del precio en términos psicológicos y vitales.
Se han descrito muchos síntomas del «síndrome del cuidador». Además de los ya señalados, están la impaciencia frente al enfermo («¿pero no te he dicho que no hagas esto?»), las reacciones irascibles inesperadas («ya estoy harto / harta»), las tensiones con otros familiares, la dificultad de concentración, la actitud de desgana hacia tareas cotidianas, la autocompasión, el aislamiento, el sentimiento de derrota, la fatiga física y la aparición de alteraciones psicosomáticas diversas que van del insomnio a los problemas digestivos. Son trastornos merecedores de tanta atención como la prestada al enfermo atendido, pero que permanecen agazapados como si ocuparse de ellos fuera un signo de egoísmo.
Todo lo contrario. El buen cuidador sólo cumplirá bien su tarea si mantiene su plenitud personal y su salud física y psíquica. No es, por tanto, ninguna traición al enfermo mayor el recurso a asistentes profesionales en quienes delegar parte de la atención, como tampoco lo es la búsqueda de un espacio personal que permita regalarse tiempo, mantener un régimen de vida normalizado, enfrentarse a las situaciones con más frialdad y no dejarse devorar por la dependencia. El exceso de dedicación a un enfermo puede acabar creando dos enfermos.