El sentido del gusto es, en opinión de los expertos que se dedican específicamente a su tratamiento, una de las áreas con menor conocimiento profundo en medicina y fisiología. La existencia de problemas en el llamado sistema quimiosensitivo acostumbra a pasar desapercibido en la consulta médica, aunque se los reconoce como síntomas de enfermedades y se admite su influencia negativa en el ámbito social.
La importancia del sentido del gusto no sólo es poco reconocida entre el público general, sino también entre la propia clase médica. El conocimiento de sus bases moleculares, no obstante, ha permitido avanzar en la definición de un número cada vez mayor de sabores primarios al tiempo que en la búsqueda de soluciones terapéuticas para personas que padecen alteraciones en un sistema que guarda estrecha relación con el sentido del olfato y que tiene fuertes implicaciones laborales e incluso sociales.
Las alteraciones del gusto (disgeusias) no son ninguna cuestión superflua, puesto que la integridad funcional de este sentido repercute enormemente en la calidad de vida del paciente.
El gusto constituye un incentivo para la ingestión de nutrientes y permite al organismo rechazar el insulto que pueden suponer ciertos tóxicos. Además, una disgeusia puede orientar al facultativo en la sospecha de diversas patologías como intoxicaciones farmacológicas, descompensaciones endocrino-metabólicas o alteraciones propias de las vías gustativas. Por último, una alteración gustativa puede conllevar repercusiones laborales para un amplio sector de profesionales como cocineros, enólogos, químicos o farmacéuticos, además de constituir una prueba de valor en instancias judiciales o periciales, bien sean accidentes o yatrogenias de distinta índole.
A conocer las diferentes eventualidades en que se puede alterar el sentido del gusto, sus bases morfofuncionales, su semiología, exploración clínica y acometimiento terapéutico. Todo ello dentro del ámbito de una consulta en absoluto especializada.
«Cada vez se reconocen más sabores distintos, como el metálico o el de regaliz, que no pueden relacionarse con los llamados primarios»
El aparato gustativo se estructura en tres ámbitos: el de los órganos sensoriales periféricos o botones gustativos, las vías nerviosas periféricas (pares craneales séptimo, noveno y décimo) y proyecciones superiores (córtex gustativo primario y secundario).
Son estructuras ovoideas localizadas en el epitelio gustativo, compuestas cada una por 40 a 60 células dispuestas entre sí de forma parecida a como lo están los gajos de una naranja. Estas células habitualmente presentan microestructuras apicales que se extienden hacia el poro gustativo, por un microcanal que se abre a la luz de las vías aerodigestivas superiores. Por el polo basal de los botones penetran las terminaciones nerviosas. Se ha demostrado que si al cepillarnos los dientes nos cepillamos también la lengua, los botones gustativos ganan en sensibilidad y especificidad de los sabores.
La saliva transporta la sustancia sápida hasta el poro del botón gustativo. Para ello previamente ha tenido que disolverse, fase en la cual la masticación y los movimientos linguales son fundamentales. En el poro gustativo atraviesa la sustancia que lo cubre y que es similar al contenido de los gránulos de las células en los botones gustativos. Existen, por otro lado, unos transportadores salivales, como la proteína de las glándulas de von Ebner, la ebnerina, con cerca de 1.200 aminoácidos, y otra procedente de la parótida, prolina, con una afinidad elevada por los profenoles (taninos), de modo que permite la disminución de concentraciones libres de estos últimos. Por último, tenemos la gustina, una proteína unida al zinc aislada de la parótida humana e identificada como anhidrasa carbónica. Se le atribuye un importante papel en el trofismo de las estructuras gustativas.
Umami, que es un término japonés.
En realidad, el concepto de sabores primarios, en similitud al de colores primarios, está muy cuestionado, puesto que cada vez se reconocen más sabores como el metálico o el regaliz que no pueden encuadrarse en ninguno de ellos ni explicarse como mezcla de los mismos.
«Cepillarse la lengua como rutina acentúa la sensibilidad y especificidad de los botones gustativos»
El sabor salado de las sales de sodio se debe al paso de cationes de sodio a través de canales específicos en la membrana apical. El sabor ácido se desencadena tras la activación de las células receptoras por un bloqueo de los canales potásicos del ápex celular por parte de cationes de potasio y, por tanto, de cargas positivas. El paso de protones a través de canales de sodio así como por otros mecanismos de transporte han sido también implicados en la transducción del sabor ácido en mamíferos.
Los edulcorantes no azucarados activan un receptor en la membrana apical asociado mediante una proteína G a la fosfolipasa C, lo que induce la degradación del fosfatidil inositol 4,5,bifosfato en dos segundos mensajeros: diacilglicerol e inositol 1,4,5-trifosfato. Éste último activa los receptores para el calcio localizados en el retículo endoplasmático, provocando la liberación de calcio intracelular.
El sabor amargo puede ser producido por un grupo muy variado de estimulantes, lo que conlleva la existencia de diferentes mecanismos de transducción que pueden depender o no de receptores específicos. Por ejemplo, el sabor amargo de la estricnina, de la sacarosa octoactato y del denatonium está mediado, al menos en parte, por la activación de un receptor apical asociado a la fosfolipasa C mediante una proteína G. La quinina y otros compuestos amargos han demostrado un efecto bloqueador directo de los canales de potasio. Al igual que algunos edulcorantes, la quinina también puede activar directamente proteínas G.
Uno de los tópicos más difundidos sobre el gusto es la existencia de una topografía gustativa lingual. En un trabajo publicado en alemán en 1901, Hänig describía por primera vez cómo los umbrales discriminatorios de los cuatro sabores básicos variaban en función de que la zona estimulada fuera la punta lingual, los bordes o la parte posterior. Sin embargo, en ningún momento mencionó que algún sabor se percibiera exclusivamente en una región lingual. Posteriores traducciones e interpretaciones de su obra, algunas de las cuales no se basaron en el trabajo original sino en obras que lo citaban, difundieron el error tan comúnmente extendido de que el sabor dulce se percibe en la punta lingual o el amargo en las papilas posteriores.
Se sabe hoy día que la interacción entre gusto, olfato y visión ocurre más intensamente en áreas donde la actividad neuronal sí se ve afectada por la saciedad: el córtex orbitofrontal, la amígdala y el hipotálamo lateral. Es en estas zonas donde se debe conformar la llamada palatabilidad, con sus características hedónicas y repercusiones motivacionales y conductales.
Todo un sibarita del lujo, el francés Anthelme Brillat-Savarin, culminó sus disquisiciones poco antes de morir (1826) en la obra Physiologie du goût (Fisiología del gusto), asegurando que gusto y olfato eran, en realidad, un mismo sentido. La fisiología que subyace en ambos sentidos pone pegas al punto de vista de Anthelme, pero el maestro de los sentidos tampoco hablaba por hablar. Ortega y Muñoz reconocen que el gusto se basa también en códigos de aprendizaje y que la puntería en la detección de los sabores tiene tanto de sentido como de sensibilidad.
Las bases celulares y neurológicas no lo son todo y, en consecuencia, tampoco lo pueden explicar todo. El descubrimiento reciente de neuronas con capacidad auditiva, olfativa y visual en el córtex orbitofrontal de algunos animales hace pensar ahora en la existencia de canales de multisensibilidad. Asimismo, los sabores aprendidos se han forjado en un patrón también visual y olfativo.
El premio Nobel concedido en 2004 a Richard Axel y a Linda Buck ha sido la justa recompensa a una larga serie de hallazgos que clarifican el funcionamiento del sistema olfatorio: han hallado un gran número de genes, cerca de 1000, que dan lugar o codifican un número equivalente de diferentes tipos de receptores olfatorios. Estos receptores se hallan ubicados en el epitelio olfatorio. El hallazgo ha permitido estudiar el sentido del olfato con técnicas modernas de biología molecular y celular.
El epitelio olfatorio detecta las moléculas odoríferas inhaladas, y ocupa un segmento limitado del techo de las fosas nasales; está formado por cinco millones de neuronas olfatorias que envían mensajes directamente al bulbo olfatorio cerebral. Desde el bulbo olfatorio la señal olorosa se envía al córtex cerebral, responsable del reconocimiento de la misma y al sistema límbico, responsable de las reacciones emocionales que esta señal olorosa puede generar.