Entrevista

Joël Candau, antropólogo especializado en ciencias sensoriales

«Hay una uniformización del gusto a causa de la industrialización de los alimentos más comunes»
Por Mercè Fernández 15 de julio de 2004
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Joël Candau es profesor de antropología en la Universidad de Niza-Sophia Antipolis y autor de obras como Antropología de la Memoria, y Memoria y experiencia olfativa. Acaba de visitar España, invitado por el II Encuentro Percepnet de Ciencias Sensoriales y la Jornada ACCA de ciencias sensoriales en alimentación, ambos celebrados recientemente en Barcelona.

Algo muy importante para el antropólogo, detalla Joël Candau, es que hay una relación muy fuerte entre alimentación y la noción de identidad personal y familiar. Esto es así, afirma, «porque hay un lazo muy fuerte entre experiencias sensoriales y memorias». Y en esa memoria, dice, «está la percepción de nuestra identidad». Candau, que ha estudiado como se construyen las preferencias olfativas, se ha prestado a contar parte de su trabajo. Aunque, ya avanza, no siempre es fácilmente explicable.

¿Hay diferencias en las preferencias entre personas y poblaciones? ¿Hay algún patrón común?

Hay preferencias naturales compartidas por todos los seres humanos. Cuando un niño experimenta el gusto amargo, no le gusta. Al contrario, los niños tienen preferencia natural por el azúcar. También hay preferencias culturales, que obedecen a razones como la biografía y la socialización. Hay un interesante trabajo del historiador Alain Corbin, que muestra que entre los siglos XVIII y XIX tuvo lugar una transformación social en la sensibilidad hacia los olores y los gustos, transformación que marcó una tendencia a rechazar los malos olores.

¿Y cómo se forman las preferencias en una persona?

Son muy importantes las costumbres en la comida de la familia, con la que se construye una memoria del gusto y de los olores que a menudo perdura más allá de 20 años. Creo que son las preferencias más tenaces y persistentes. Otras preferencias son resultado de la vida en sociedad. Por otro lado, si un niño come marisco que no está en perfecto estado y le sienta mal, ese niño va a retener una fuerte aversión al marisco que perdurará toda su vida. Así pues, hay influencias naturales, familiares, sociales y también la idiosincrasia propia de cada uno, en función de su biografía y de lo que ha comido. Todo eso hace que no haya dos personas iguales, aunque dentro de una sociedad se mantengan preferencias por ciertos olores. Pero como en todo el dominio cultural, las cosas no están fijadas, esas preferencias pueden transformarse.

Pero debe haber algún tipo de preferencia general en los olores. Algo que a todo el mundo le resulte repulsivo y algo agradable.

«Lo que llamamos buenos olores es algo que depende de la historia personal y del contexto»

Yo he trabajado este año con profesionales enfrentados a los olores de la muerte. En ese trabajo se puede entender como se construyen las representaciones sociales del cuerpo, de la muerte, de la edad y la ancianidad. En todas las sociedades, el olor de los cadáveres es rechazado. También, excepto en los niños, los olores de los excrementos. Por el lado contrario, en el dominio de los buenos olores, es más difícil decir que haya una preferencia universal porque el contexto es muy importante.

¿Qué quiere decir con el contexto?

Si yo ahora le traigo a esta sala un queso muy fuerte, seguramente el olor no le va a gustar. En cambio, en el entorno de una comida, acompañado con un buen vino tinto, ese olor nos gustaría. Lo que llamamos buenos olores varía según el contexto. Es difícil decir que un olor de forma general gusta a toda la gente. Todo lo más, que si está cerca del azúcar no tiene muchos problemas, ya que por normal general a la gente le gusta.

En las tiendas se usan músicas, disposiciones, colores… Todo para inducir a la gente a comprar. ¿Se hace algo similar con el olor?

En Francia, en las panaderías se difunden olores de producto recién hecho para incitar a la gente a comprar. Otro ejemplo. Yo vivo en Niza, una región muy visitada especialmente por nórdicos. Todos sabemos que para inducir a los turistas a comprar recuerdos y objetos de la Provence en las tiendas se usan aromas de lavanda.

Un niño al hacerse adulto cambia mucho sus preferencias por aromas y gustos. La mujer embarazada, también. ¿En ambos casos es biológico?

La mujer embarazada tiene hiperestesia y está mucho más sensible a los olores. A menudo una mujer acostumbrada al perfume de su marido, no va a soportarlo. Pero no creo que haya diferencias entre niño y adulto. Además, no hay razón biológica que explique las supuestas diferencias, porque el niño que tiene 12 o 14 años ya tiene el mismo aparato olfativo que el adulto. Es verdad que la sensibilidad a los olores disminuye un poco al envejecer, y se explica porque las células del sistema olfativo no se renuevan tan frecuentemente. Quizás, en el caso del niño, el problema es que no sabe comunicarse sobre los olores. El adulto tampoco sabe hablar muy bien sobre ellos. De hecho, esto es general: no tenemos un léxico preciso de los aromas como cuando hablamos de los colores.

¿Quizá porque no le damos mucha importancia?

«No tenemos un léxico adecuado para definir con precisión los olores como ocurre con los colores»

Eso es lo que se dice pero no es verdad. Si usted coge el autobús y se sienta al lado de alguien que desprende mal olor, no le va a gustar nada y, además, concebirá unas ideas determinadas sobre esa persona sólo porque no huele bien. Lo que demuestra que en la vida cotidiana los olores tienen mucha importancia. Sin embargo no podemos reflejarlo en el lenguaje porque no tenemos las palabras.

Hay mucha gente con buena vista o buen oído. ¿Hay menos gente con el olfato desarrollado?

Nuestro poder de detección no es tan malo. Se pueden detectar olores de gas metano sólo con algunas moléculas en el ambiente. Tenemos también un buen poder de discriminación. El problema, de nuevo, es que no podemos hablar de esta experiencia.

Será entonces porque no nos lo hemos propuesto al empezar a hablar.

No se habla del olor. No sé porque. En ciertas culturas, como el mundo árabe, hay más proximidad hacia los olores y los antropólogos han comprobado que en estas sociedades hay un léxico más preciso que el nuestro. Es un problema cognitivo. La información de los olores se procesa muy rápidamente y en el proceso interviene el sistema límbico, zona del cerebro implicada también en las emociones. Creo que eso constituye la dificultad de realizar un análisis un poco objetivo de la experiencia.

Conozco a alguien a quien no le gustan los tomates ecológicos u orgánicos porque que saben ‘demasiado’ a tomate. Prefiere los que compra siempre en el supermercado. ¿Hemos perdido algo en los gustos?

Ahora hay una uniformización del gusto a causa de la industrialización de los alimentos más comunes. Por eso no hay tanta variedad, porque lo que importa es producir gran cantidad. Pero, por otro lado, en nuestras sociedades hay una gran circulación de muchos productos alimentarios, y cuando voy a comprar veo alimentos de todos los países del mundo. Si se tiene suficiente nivel adquisitivo, uno puede probar muchos nuevos gustos y aromas. A pesar de eso, hay una uniformización.

O sea, algo ha cambiado.

Sí. Recuerdo cuando era un niño, en casa de mi abuela, de mi madre, siempre había olores de comida, porque la gente cocinaba platos que requerían mucho tiempo. Por eso siempre había un ambiente olfativo. Hoy es diferente. Se hacen platos rápidos y precocinados. En las casas no se encuentra ya el ambiente olfativo de antes.

¿Le han pedido alguna vez que colabore en una campaña de marketing basada en los aromas?

No, yo soy antropólogo. Sólo hago un trabajo teórico, no trabajo con empresas. Nosotros tratamos de comprender como se construyen las preferencias. Para eso se necesita un trabajo de campo muy largo que tome en consideración el contexto, la experiencia o la historia, porque las preferencias alimentarias no se construyen de repente, es un proceso muy largo. Las empresas quieren las cosas más deprisa.

En sus investigaciones, qué es lo más curioso que ha visto.

Que para mucha gente, el acto de oler no es trivial ni anodino, porque tienen la impresión de que abren su cuerpo al mundo exterior. Eso tiene un papel en la alimentación porque cuando nos alimentamos, estamos introduciendo en nuestro cuerpo algo que proviene del exterior. Y en ese acto hay una carga dramática, porque hay un riesgo en ese algo que entra. No es algo banal. Ya lo definía así Rousseau cuando decía que el olfato «es el sentido de la incorporación».

LOS CINCO ACTOS DEL ‘DRAMA OLFATIVO’ EN LA ALIMENTACIÓN

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Hay poca gente capaz de rememorar un olor y para la gran mayoría la percepción de un aroma depende de tener delante la fuente. Parece más que complicado, pues, teorizar sobre algo tan inaprensible. Parte de esa inaprensibilidad puede deberse, explica Joël Candau, a lo poco que dura la percepción olfativa.

Ésta forma parte, por cierto, del tercer acto de lo que Candau denomina el «drama olfativo» de la alimentación, y que este antropólogo divide en cinco actos: presentación del alimento, el instante que precede a la percepción, la percepción olfativa propiamente dicha, el tiempo necesario para recobrar un recuerdo sensorial a partir de la percepción, y el recuerdo de la sensación.

Estructurando así el acto de la alimentación, Candau ha analizado (a través de una encuesta etnográfica a más de 500 personas) cómo percibimos los humanos los aromas en el comer, y qué hace que sintamos placer frente a ellos en cada uno de esos momentos. Y entre las cosas importantes, además de la memoria culinaria y las preferencias de cada uno, están el contexto y lo que el experto denomina «la armonía y la melodía». La armonía sería la que se da entre los diferentes estímulos desde el punto de vista subjetivo (como la combinación de alimentos) y la melodía, el orden cronológico adecuado entre los estímulos olfativos (por ejemplo, que en una comida, el aroma del puro no vaya antes del segundo plato).

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