Programas de transición a la vida independiente

Una oportunidad para que las personas con discapacidad física o intelectual mejoren su vida diaria
Por Azucena García 9 de abril de 2008
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Imagen: Jenny Erickson

El desarrollo personal deriva en autonomía. Abre las puertas a una independencia que permite mejorar la calidad de vida. Evolucionar. Éste es el objetivo prioritario de los programas de transición a la vida independiente, dirigidos a discapacitados físicos e intelectuales que quieren iniciar por su cuenta un nuevo proyecto de vida. Para ello, un equipo de educadores les ayuda a buscar empleo, realizar las tareas domésticas, cuidar su higiene personal y, en definitiva, desenvolverse en todos los aspectos de la vida diaria.

Mejorar la calidad de vida

Los programas de transición a la vida independiente persiguen potenciar la autonomía de las personas discapacitadas. Mejorar su calidad de vida. Están lejos de ser programas de asistencia total o una alternativa para todos los discapacitados, pero sirven de modelo en el proceso de evolución hacia nuevas propuestas. Su éxito radica en la elección de un entorno normalizado (una vivienda), la voluntariedad de los participantes y el apoyo continuado de profesionales, amigos y familiares.

En los últimos años, las personas con discapacidad han experimentado una normalización de su vida diaria. “Han dejado de estar escondidas”, precisa Pilar Cid, directora del Servicio de Vida Independiente de la Asociación Pro Personas con Discapacidad Intelectual (Afanias). Cada vez son menos los que acuden, exclusivamente, a colegios y centros de empleo especiales, por lo que ha llegado el momento de dar un salto. Trasladar la cotidianeidad al ámbito de la vivienda. “Es lógico que reconozcamos el derecho de una persona a decidir cómo y dónde quiere vivir”, resalta Josep Ruf, pedagogo coordinador del programa “Me’n vaig a casa” (Me voy a casa) de la Fundació Catalana Síndrome de Down.

“Es lógico que reconozcamos el derecho de una persona a decidir cómo y dónde quiere vivir”

En su mayoría, las personas con discapacidad residen en el domicilio familiar o en residencias e instituciones gestionadas por una entidad. Los programas de transición les permiten salir de este entorno para convivir en una vivienda, solas o con personas de características similares. Cualquier decisión la toman los propios interesados. “Nunca dibujamos nosotros, sino que atendemos a lo que nos piden”, confirma Pilar Cid. Apostar por la autonomía mejora las potencialidades, la satisfacción personal y la independencia, pero es también una cuestión de derechos. “La propia Convención de la ONU así lo declaró el año pasado”, recuerda Ruf. “Es tan importante la independencia como la percepción que la persona tiene de sus derechos”, añade.

Ayudas prácticas

Los servicios que se prestan a quienes participan en un programa de transición a la vida independiente dependen del grado de discapacidad o minusvalía. Se ayuda a buscar piso, solicitar subvenciones, encontrar empleo, realizar las tareas del hogar, cuidar la higiene personal o realizar la compra, entre otras cosas. Un equipo de educadores se encarga de visitar las viviendas, una o varias veces por semana. “Pero nunca somos los profesionales quienes planteamos cómo se deben hacer las cosas, sino que respondemos a lo que las personas con discapacidad nos dicen”, apunta Pilar Cid desde Afanias.

El objetivo es que las personas sean capaces de vivir en el futuro de manera independiente

Al ser programas de transición, lo habitual es reducir el apoyo conforme avanza el proyecto. El objetivo es que las personas sean capaces de vivir en el futuro de manera independiente. La experiencia se plantea como un entrenamiento real. “A vivir se aprende viviendo. Nadie va a talleres de aprender a vivir solo”, subraya Cid. En algunos casos, los propios participantes del programa se emparejan e inician una vida en común. Cuando tienen hijos, se les apoya durante el embarazo y se hace un seguimiento de las necesidades del niño.

Requisitos para la participación

Tomar parte en los programas de transición a la vida independiente implica responder a un perfil, tener unas competencias determinadas. En el caso de la iniciativa desarrollada por la Federación de Asociaciones de Personas con Discapacidad Física y Orgánica de la Comunidad de Madrid (FAMMA-Cocemfe Madrid), es necesario tener entre 18 y 40 años, y un grado de minusvalía física y/u orgánica igual o superior al 33%, “aunque cada caso se analiza de manera individual y, en este momento, contamos con dos personas capaces de llevar una vida autónoma pese a tener un grado de minusvalía del 81% y el 84%, respectivamente”, expone Pilar Rodríguez, coordinadora del programa.

Requisitos para la participación

“En nuestro caso -explica Josep Ruf-, las personas que nos han llegado vienen, mayoritariamente, de historias de vida muy normalizadas, integradas”. Son personas que pasaron por un proceso de integración escolar o accedieron a un trabajo ordinario y, al llegar a la etapa adulta, se plantean un proyecto de vida independiente. Poseen unas habilidades sociales y de convivencia que les permiten consolidar su evolución.

Plan individualizado

Cuando se recibe la demanda para participar en un programa de vida independiente, se inicia un proceso de valoración. En este tiempo, se realizan varias entrevistas con la persona interesada y sus familiares o tutores legales, se analizan los apoyos que necesita y se elabora un plan de acción. Posteriormente, si se selecciona a la persona, cuenta con un periodo de adaptación. En él, transmite sus expectativas al educador, que realiza un plan individual. Este ‘planning’ recoge los deseos de la persona discapacitada, sus necesidades y su participación activa en la convivencia. Se busca fomentar sus capacidades de acuerdo a sus limitaciones.

El grado de apoyo es flexible, se adapta a cada persona y se limita a medida que obtiene recursos suficientes

En este sentido, al principio, el apoyo se realiza siempre de manera regular. Se establecen los días, las horas y los motivos por los que el educador puede visitar la vivienda. A partir de ahí, el grado de apoyo se flexibiliza. Se adapta a cada persona y se limita a medida que ésta obtiene los recursos suficientes para desenvolverse: Se realizan actividades socio-laborales (acompañamiento en la búsqueda activa de empleo e intermediación), organización del ocio y tiempo libre, soporte emocional y promoción de la convivencia.

A cambio, los participantes en el programa afrontan los gastos que conlleva la vida diaria, excepto en el caso de FAMMA-Cocemfe Madrid, que cuenta con dos pisos para esta iniciativa y apenas se abonan los gastos de comida (aproximadamente, 260 euros mensuales). “Otras veces -indica Josep Ruf-, las personas han accedido a un empleo en el mercado laboral ordinario y disponen de ingresos para adquirir un piso en alquiler o compra”, por lo que los gastos corren por su cuenta.

El papel de la familia

En el proceso de transición a la vida independiente, el papel de las familias es fundamental. Al tratarse de personas con cierto grado de minusvalía, son las familias quienes, en la mayoría de los casos, toman las decisiones sobre su futuro. “Nos hemos encontrado con mujeres discapacitadas que nunca habían ido al ginecólogo porque su familia daba por hecho que no lo necesitaban”, detalla Pilar Cid. El nivel de sobreprotección, a veces, es máximo. Se les dedica las 24 horas del día. “Todo el mundo les protege porque cree que es lo mejor para ellos”, apunta la directora del servicio de Afanias.

Los dos obstáculos principales en la fase inicial son: el acceso material a una vivienda y la falta de apoyo del entorno

En esta situación no extraña que, cuando el hijo o hija discapacitada comienza una vida independiente, los padres sientan lo que se denomina síndrome del “nido vacío”. En otras ocasiones, la preocupación por las consecuencias del programa, simplemente, impiden que se lleve a cabo. Los dos obstáculos principales en la fase inicial son: el acceso material a una vivienda y la falta de apoyo del entorno. La discapacidad alimenta el instinto de sobreprotección. Genera inseguridad, miedos y desconfianza. “Sin embargo, el grado de riesgo real que se asume en un proyecto de vida independiente siempre es menor que el grado de temor que siente el entorno”, reflexiona Josep Ruf.

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