Entrevista

Klaus Leisinger, asesor del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (ONU)

En barrios marginales de Londres y París, la tuberculosis ha aumentado más del 60%
Por Jordi Montaner 22 de julio de 2008
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Imagen: CONSUMER EROSKI

Su sentido común asusta tanto a políticos como a empresarios. Se trata de un estratega a la vieja usanza, catedrático de Economía y Ciencias Sociales de la Universidad de Basilea y Presidente de la Fundación Novartis para el Desarrollo Sostenible (Basilea, Suiza). Visitó recientemente Barcelona para tomar parte en un seminario internacional sobre la tuberculosis, organizado por la industria farmacéutica, en el que tomaron parte expertos de todo el mundo.

Usted predica la responsabilidad corporativa por parte de las empresas… ¿No es como predicar en el desierto?

Vivimos en un mundo cada vez mejor informado, y la información compromete tanto a los gobiernos como a las instituciones; también a las empresas. Unos y otros deben poder explicar abiertamente cómo hacen frente a los problemas reales y cuál es su grado de implicación. De no hacerlo, pasan a convertirse en sospechosos.

La guerra, así, la ganan los medios de comunicación.

Tradicionalmente, las empresas han sido muy reacias a la transparencia con los medios de información. En el mundo de la salud, las farmacéuticas sólo comunicaban los efectos beneficiosos de sus productos -los pros-, sin apenas hablar de los efectos secundarios -los contras. Su información era opaca, lastrada, y la sociedad acababa por desconfiar y pensar mal… En cierto modo, la mala imagen de que hacen gala se la ganaron a pulso.

¿Entonces?

La sociedad no es tonta. Sabe que los fármacos son necesarios y que, incluso planteando contras, sus pros salvan vidas y permiten a muchos enfermos disfrutar de una mayor calidad de vida. No se pueden exigir remedios totalmente inocuos, pero sí cada vez más seguros, tolerables y sin menoscabo de su eficacia. Mi oficio, además, es el de universalizar, o globalizar, los avances y ayudar a los más desfavorecidos.

Pero su fundación está apadrinada por una gran empresa farmacéutica. ¿No resta esa implicación objetividad a su cruzada en pro de lo sostenible?

La fundación a la que represento comulga con esa idea de la responsabilidad corporativa y permite a nuestra fundación llevar a cabo intervenciones muy puntuales en todo el mundo sobre devastadoras enfermedades para cuya lucha no sobran fondos: la lepra, la malaria, el dengue y la tuberculosis. Nos pagan, porque todos somos profesionales, para que hagamos una labor eficaz allí donde creamos oportuno. La hacemos, y cobramos. Trabajamos bajo un presupuesto de 10 millones de francos suizos por año.

Suena más honesta la labor desinteresada de las ONG…

“Ante las enfermedades del tercer mundo, sobre todo pensando en las víctimas, conviene hacer lo óptimo, más que lo máximo”

Ese es el problema: el interés. Nosotros podemos intervenir mucho más a fondo porque cada programa que desarrollamos está dotado de un presupuesto y porque acometemos los problemas con total profesionalidad. No es la buena voluntad, sino un contrato, lo que nos motiva a conseguir que cada año muera menos gente por estas enfermedades infecciosas.

¿Qué requisito indispensable exigen a los que trabajan con ustedes?

Profesionalidad es lo que más exigimos a todos quienes trabajan en la Fundación. En 1884, Otto von Bismarck proclamó que es posible gobernar un país con malas leyes y buenos funcionarios y que, en cambio, las mejores intenciones no servirán de nada si no se dispone de buenos agentes. No voy a echar por tierra el esfuerzo sincero y noble de muchas ONG, un esfuerzo que prestigia la condición humana frente a las catástrofes globales; pero ante las enfermedades a las que nos enfrentamos en el tercer mundo, y sobre todo pensando en las víctimas, conviene hacer lo óptimo, más que lo máximo.

¿Avala lo de pensar globalmente y actuar localmente?

La mejor manera de pensar globalmente es actuar localmente.

La tuberculosis, en cualquier caso, trasciende al tercer mundo.

Así es. En determinados barrios de París o Londres (los más pobres y marginales) los epidemiólogos alertan que se está pasando de una incidencia de tuberculosis inferior al 20% a otra superior al 80%.

Pero investigar y desarrollar fármacos muy caros para enfermedades que sólo afectan a la gente pobre no suena precisamente muy sostenible.

Podría ser el caso del sida, pero no el de la tuberculosis, la lepra, la malaria o el dengue. No se precisan aquí fármacos caros ni, si me apura, fármacos nuevos. Se trata de que en las zonas epidémicas se hagan bien las cosas, se trate al máximo posible de población y se instauren medidas preventivas eficaces. Requiere mucho esfuerzo, mucho trabajo, pero no mucha inversión de I+D.

¿Beneficencia?

No, nuestra Fundación no se dedica a la beneficencia, sino al cumplimiento de programas de sostenibilidad relacionados con la salud, respetuosos con los derechos humanos, sociales y ambientales, en países como Perú, India, Sri Lanka, Sudáfrica, Mali o Tanzania. Evitamos cualquier sesgo colonialista al propiciar que estos programas estén siempre a la medida de las personas y de los sitios en los que se implantan, de forma que puedan autogestionarse. Además, como ahora en este seminario, me dedico a abogar por la responsabilidad corporativa de las empresas. No pretendo que sufraguen la lucha contra la pobreza, sino que actúen de forma coherente y responsable con lo que ocurre de verdad lejos de los despachos informatizados y climatizados.

¿Y si invirtiéramos en educación?

Esta es, precisamente, la clave. En muchos países del tercer mundo lo normal es estar enfermo. Se considera la enfermedad como algo propio de la experiencia vital, como un designio divino; a veces como un estigma secreto, o una vergüenza. Hace falta explicar a niños y también a adultos que no nacemos para vivir enfermos y que prevenir las enfermedades no es cuestión de simple azar, sino de voluntad y de cumplimiento de una serie de normas simples.

UN AIRE ENFERMO
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Imagen: Research Collaboratory for Structural Bioinformatics

La tuberculosis se propaga a través del aire. Sólo con respirar y moverse, una persona enferma y no tratada infecta cada año a una media de 15 personas más. Uno de cada diez infectados va a desarrollar la enfermedad activa, y los enfermos de sida son la población con mayor riesgo de contraer tuberculosis. En el mundo, dos mil millones de personas (una tercera parte de la Humanidad) han sido ya infectados con bacilos tuberculosos.

Son bacilos muy discriminativos; incluso a principios del siglo pasado, cuando la tuberculosis campeaba por todo el viejo continente, las poblaciones más pobres y socialmente marginadas eran las que cargaban con el mayor peso estadístico, y las clases ricas escapaban milagrosamente a su influencia.

La muerte no es ajena al drama. En 2006 se contabilizaron en el mundo 1,7 millones de muertes (231.000 en pacientes con sida), lo que equivale a una tasa de 4.500 muertes por día. Sin embargo, lo que más preocupa a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y a la misma ONU son los 9,2 millones de nuevos casos (709.000 en enfermos con sida) y la progresión de cepas resistentes a los tratamientos antibióticos. Un comunicado de marzo de este año de la OMS afirmaba que se han detectado ya cepas resistentes a los medicamentos en, al menos, 45 países.

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