Comidas con protocolo

Algunas de las antiguas normas de la cocina de palacio se han incorporado, previa adaptación, a las actuales sobre higiene y manipulación de los alimentos
Por Juan Ramón Hidalgo Moya 27 de marzo de 2006

De un tiempo a esta parte han proliferado artículos y publicaciones que han dado a conocer algunos de los secretos y anécdotas mejor guardados de la cocina de palacio a lo largo de la historia. En ellas se deja constancia de que las formas, la organización, el protocolo y las disposiciones dictadas sobre la comida y las mesas de palacio han tenido una gran influencia en la sociedad, tanto a nivel económico, social, como político. Algunas de sus reglas han permanecido inalterables a lo largo de la historia, y muchas se han incorporado, previa adaptación, a normas actualmente vigentes sobre higiene y manipulación de los alimentos.

Maria Emilia González, autora del libro A la mesa con los reyes de España, asegura que la historia de la gastronomía sofisticada y palaciega en España está llena de protocolo, que se ha mantenido inamovible durante siglos, así como también de caprichos y gustos que han dado lugar a la imaginación de sus cocineros. No cabe duda de que el deseo de contentar al rey, además de un riguroso protocolo, llevó a los fogones reales grandes creaciones culinarias que hoy en día podemos degustar, inmortalizando para siempre recetas y platos de unos pocos.

Las normas protocolarias han sido siempre muy rígidas en las mesas reales, inmersas en un ceremonial y una etiqueta que variaba según la comida. Las que impuso Felipe II a finales del siglo XVI se han mantenido casi inamovibles hasta el siglo XIX. Así, se diferenciaban tres tipos de comidas; por un lado, la que el rey hacía de forma privada; por otro, la que hacía ante la corte y, finalmente, el banquete solemne, donde se desplegaba todo un ejército de personal y un ritual muy solemne en el comedor. Ni que decir tiene que tanto sirvientes, cocineros, mayordomos y camarera mayor, en su caso, conocían bien sus funciones y sus obligaciones, y debían guardar el debido silencio y la compostura requerida.

Eso sí, existían ciertos preliminares antes de que el rey empezara a comer en las comidas públicas, como el lavatorio de manos, la colocación del pan sobre la mesa por el panetero y la bendición del prelado de la capilla real. El protocolo imponía que los reyes comieran solos y nadie podía sentarse a su mesa ni comer en su presencia a no ser que fuera de los que podían ser invitados: nobles y caballeros del Toisón de Oro, según el protocolo de Carlos I y demás Austrias. Según la autora del libro, el rey se colocaba siempre sobre un estrado, a resguardo de las miradas directas de los presentes y por encima de los demás en los banquetes oficiales. Pero ni siquiera la reina ni ninguna otra mujer podían participar en los banquetes, a no ser que fueran solemnes. Y es que hasta la Edad Moderna la mujer no tenía derecho a plato ni a copa, pues bebía de la de su marido y comía de su plato. No fue hasta la época de Felipe V cuando se introdujeron novedades importantes al protocolo, siendo una de las más llamativas la que permitía comer en su misma mesa a su esposa, lo que provocó gran desconcierto para la corte española.

La seguridad del monarca

El ritual denominado la «salva» se estableció para evitar envenenamientos al rey

Una de las cuestiones fundamentales de la comida real, además de satisfacer al rey, consistía en adoptar todas aquellas medidas que pudieran evitar daños a su integridad física, ya fuera deliberada o no. En este sentido, y como medida para que el rey no fuera envenenado, se estableció la «salva», todo un ritual contra envenenamientos. Se disponía así que durante la comida del rey, el copero mayor o el mayordomo semanero realizaran la ceremonia de la «salva», que consistía en que, antes que el rey, tenía que beber él, a fin de acreditar que la ingesta del líquido en cuestión no producía efecto nocivo alguno.

Como medida adicional a la «salva» se introdujeron copas de cristal transparente para observar cualquier tipo de cambio anómalo en el vino por la acción de algún veneno. El ritual hacía lento y pesado el simple hecho de dar un trago a una copa de agua o de vino durante un banquete solemne, y movilizaba no sólo a quienes debían arriesgar su vida por el rey, sino a quienes sostenían la servilleta bajo el mentón real para evitar babeos, y a quienes ofrecían otra para que se secase los labios. Otras medidas adicionales se adoptaban para la comida real, y así, parece ser que hasta el reinado de Alfonso XII, la comida real era guardada bajo llave y escoltada militarmente hasta el comedor, donde reposaba en armarios-estufa hasta que se ordenaba servirla.

El arte cisoria

En el siglo XV ya fueron publicadas ciertas obras que dejaban constancia de las condiciones y costumbres respecto al cortador de cuchillo ante el rey. El del Tratado del arte de cortar del cuchillo o Arte Cisoria fue obra de Enrique de Villena, Maestre de Calatrava, en 1423. En algunos de sus pasajes parece todo un tratado de higiene alimentaria. Así, establece como principio general el deber de guardar la salud y la vida del rey en el arte de cortar la comida, evitando con tan artística acción producir la muerte o cualquier tipo de dolencia al rey. Este principio venía seguido de la seria advertencia para su destinatario de castigos jurídicos en caso de incumplimiento. En este sentido, se le exigía al trinchador real limpieza y buen vestir, barba afeitada y cabellos limpios, así como uñas cortadas con frecuencia y limpiadas cada mañana, y lavado de rostro y manos.

De la misma forma, no se les permitía llevar en sus manos sortijas que tuvieran piedras que pudieran producir venenos o infectar el aire, así como rubíes o esmeraldas, de los que se creían que eran mortíferos. Como medida extrema higiénico-sanitaria, se les exigía tener las manos guardadas con guantes limpios y de buen olor durante el tiempo de cortar y de comer. Tales guantes no podían estar forrados por dentro con pelo que se pegara a la mano, dado que según el Tratado había pelos malsanos como de zorro y de gato.

Además, al trinchador real no se le estaba permitido eructar, escupir, toser, bostezar, estornudar, debiendo tener buen aliento y salud, así como unos dientes brillantes y limpios, y las encías sanas y con buena encarnadura, dándosele toda una serie de instrucciones y consejos de cómo mantenerlas de esta guisa y qué utensilios y otros mejunjes utilizar para este fin. A efectos de seguridad de la propia integridad del rey por actos de terceros, se le exigía estar alerta y vigilar que no se arrojara nada sospechoso sobre la mesa cuando estuviere puesta, u observar malos olores o colores no pertenecientes a los manjares servidos, debiendo probar todo aquello cuanto se le indicara, para salvaguardar la vida del rey. De la misma forma, como principio general, debía lavarse sus manos antes y después de servir, evitando estar en sitios o lugares donde pudiera infectarse o traer inmundicias a las zonas de preparación y servicio de comidas.

De los dedos al tenedor

Alfonso X estableció ya en sus leyes de Las Siete Partidas normas de la buena etiqueta en la mesa, entre ellas, cómo comer con las manos que, junto al cuchillo, eran los únicos «utensilios» en las mesas de la época. Los consejos facilitados no eran otros que comer con dos o tres dedos, no con toda la mano, y coger el trozo que fuera a comerse sin estar mucho tiempo en el plato, atrapándolo y retirándolo lo más pronto posible. Sin embargo, la norma, que más bien estaba pensada para no manchar los manteles en una época sin servilletas, no amparaba a la bocamanga, que hacía las veces. Estas cuestiones tan poco higiénicas pudieron solucionarse algo más tarde. Efectivamente, hasta la aparición del tenedor, que tuvo que esperar hasta el siglo XVII, los comensales debían sumergir sus manos en unas palanganas que porteaban los servidores, llamadas aguamaniles, para que pudieran desprenderse de la grasa acumulada en sus manos durante la comida abocando agua directamente de un jarro.

ANECDOTARIO

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El gusto por el buen comer no ha sido, ni mucho menos, patrimonio exclusivo de reyes. Ya en el siglo VII a. C. los habitantes de Sybaris, los sibaritas, eran expertos en el buen gusto culinario. Incluso tenían una ley que permitía a los más destacados cocineros proteger sus creaciones frente a terceros y defender su secreto profesional. Sin embargo, la historia de las cocinas de palacio nos ha dejado un sinfín de anécdotas alimentarias, así como ciertas excentricidades y otros abusos, que han quedado reflejados en manuscritos y obras literarias.

Destacan las manías y rutinas de ciertos reyes a la hora de comer, algunas de las cuales han llevado a alguno a la tumba; lo que se escondía detrás de los fogones de palacio, todo un mundo turbio de especulaciones por los diferentes responsables de compras y por quienes proveían de comida a la casa real, que en algunas ocasiones intentaban introducir a precios altísimos productos de muy baja calidad o los privilegios absolutos del mayordomo mayor, cuyas funciones eran examinar gastos y compras diarias, elección del personal de servicio y acompañar durante la comida los platos en banquetes solemnes, desde la antecámara hasta la mesa real, colocándose a la derecha del monarca para estar atento a sus instrucciones. No sólo se encargaban de alimentar bien al monarca, sino que a veces han guiado los destinos de España, pues por lo general se trataba de un Grande de España, que cobraban grandes cantidades de dinero por sus servicios.

Así, se dice que el duque de Lerma, sólo por comunicar al monarca la llegada de un galeón de las Indias, cobraba la cuarta parte de su cargamento. Sin embargo, también ha habido grandes personajes en las cocinas reales, que han hecho llegar recetas que hoy se han hecho muy populares. Así es el caso de las natillas, cuya receta se la debemos a Maese de Nola, cocinero del rey Alfonso V de Aragón en el siglo XV, que las llamó «manjar imperial». No cabe duda de que en la actualidad la buena cocina se ha popularizado, y ya no es cosa de reyes. Así, algunos cronistas nos dicen que en la Francia de Napoleón había ya más de 500 buenos restaurantes, cifra que superaba en 1810 la cifra de 2000. Sin embargo, hay que advertir que la expansión de la buena gastronomía por el mundo entero parece ser que se debió a la Revolución Francesa, que dejó sin trabajo a los cocineros de nobles y reyes que habían pasado por la guillotina.

Bibliografía
GONZÁLEZ SEVILL, Mª Emilia; A la mesa con los reyes de España. Curiosidades y anécdotas de la cocina de palacio. Ediciones Temas de hoy, 1998.
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