El debate de los transgénicos

Por Jordi Montaner 5 de mayo de 2003

La experiencia se circunscribe hasta la fecha al maíz, el arroz, la colza o la soja y pronto podría aplicarse al trigo. Semillas tratadas genéticamente, más resistentes que las variedades naturales, son sembradas y comercializadas hasta formar parte de la cadena alimenticia. Productores y agricultores defienden su rentabilidad e inocuidad, a la vez que bioagricultores y ecologistas plantean dudas y reclaman un debate ético.

La imagen que la industria de la ingeniería genética ha dado de los cultivos de semillas modificadas genéticamente en Estados Unidos es de total éxito, después de 6 años de cultivo comercial. Sin embargo, muy pocos países han reglamentado el uso de dichas semillas en sus explotaciones agrícolas.

Bioagricultores y ecologistas sostienen que la rentabilidad del cultivo de soja tolerante a herbicidas (soja TH) y del maíz Bt, resistente a insectos, es menor que la de los cultivos no modificados genéticamente, debido a que las semillas transgénicas son más caras y sus cosechas tienen menor valor en el mercado. Otro problema que aducen es la contaminación.

Todos los agricultores que usan productos no transgénicos tienen grandes dificultades para cultivar sin transgénicos. Las semillas, según han denunciado diversos grupos de científicos y organizaciones ecologistas y de agricultores, están casi completamente contaminadas por los cultivos modificados genéticamente, siendo muy difícil encontrar variedades no transgénicas puras y existiendo un alto riesgo de contaminación del propio cultivo.

Se quejan estos profesionales de que, debido a la falta de segregación, todo el sistema de procesamiento y distribución de alimentos es vulnerable, siendo constantemente sometido a problemas de contaminación de difícil solución. La contaminación genética ha generado, precisamente, una proliferación de litigios y complejos problemas legales. Se ha dado el caso de que empresas acusen a los agricultores transgénicos por incumplir sus derechos de patente, toda vez que en Saskatchewan (Canadá) los productores ecológicos han iniciado una acción legal contra la industria por la pérdida del mercado de sus productos.

La actitud de las administraciones en estas lides es sumamente ambigua; tanto en Canadá como en Estados Unidos se admite un ámbito para las semillas transgénicas en la población agrícola, a la vez que se sugiere el empleo de semillas no modificadas genéticamente en otras instancias. La Asociación Americana de Cultivadores de Maíz, el Consejo Canadiense del Trigo, las organizaciones de producción ecológica y más de 200 grupos más están reivindicando en la actualidad una moratoria en la introducción del siguiente cultivo transgénico: el trigo.

Juan-Felipe Carrasco (Greenpeace España) sostiene que «los efectos negativos generales de esta tecnología sobre la agricultura y sobre las industrias alimentaria, forestal y piscícola superan ampliamente cualquier ventaja teórica que pudiese presentar la ingeniería genética». La organización ecologista defiende con respecto a los transgénicos la aplicación de un «principio de precaución», y se opone a cualquier liberación de organismos modificados genéticamente (OMG) al medio ambiente. «Los ensayos de campo, incluso a pequeña escala, presentan igualmente riesgos de contaminación genética, por lo que también deben prohibirse». Por el contrario, Greenpeace no se opone a la investigación fundamental en laboratorio, ni se posiciona en contra de las aplicaciones médicas.

Agricultores españoles

La Asociación General de Productores de Maíz (AGPME) considera que la aprobación de cinco nuevas variedades de maíz modificado genéticamente para resistir las plagas constituye, en cambio, una buena noticia. El presidente de la AGPME, Agustín Mariné, asegura que en los 5 años que lleva cultivándose el maíz Bt (transgénico) en nuestro país se ha puesto freno al avance de las plagas, y se muestra satisfecho con el anuncio por parte del Ministerio de Agricultura (MAPA) de la aprobación de los nuevos cinco híbridos que comercializarán las empresas Syngenta, Pioneer, Monsanto, Nickerson y Limagrain. «Estas variedades fueron aprobadas por la Unión Europea a lo largo de 1997 y 1998 y desde entonces estaban a la espera de su inscripción en el Registro de Variedades Vegetales», explica.

No obstante, el presidente de AGPME reconoce que la Administración quiere limitar asimismo el número de hectáreas a sembrar por el por el supuesto riesgo de contaminación que encierra la polinización de tales semillas.

Según datos del MAPA, Aragón es la comunidad autónoma con mayor superficie dedicada al cultivo de maíz transgénico; con 9.200 hectáreas, representa casi el 40% del total. La segunda comunidad es Cataluña, con 5.300 hectáreas (22%) y sigue Castilla-La Mancha, con 4.150 hectáreas (18%).

Industriales, políticos y científicos

Monsanto, una de las principales industrias impulsoras de semillas transgénicas, asegura que «la evolución creciente de superficies, países y agricultores que cultivan variedades mejoradas constituye una prueba fehaciente del valor que aportan a los agricultores de países de todo el mundo, desde sistemas agrarios basados en grandes explotaciones hasta pequeños productores, en países en vías de desarrollo».

Durante 2002, las superficies sembradas con variedades transgénicas (Monsanto emplea el término «mejoradas») volvió a crecer en un 12% hasta situarse en los 58,7 millones de hectáreas. Casi seis millones de agricultores en 16 países, según fuentes industriales, optaron por la siembra de variedades mejoradas genéticamente, correspondiendo más del 75% a países en desarrollo.

En España, el Boletín Oficial de las Cortes Generales publicó el 24 de julio del 2002 un proyecto sobre avances biotecnológicos en el que se incluyen medidas tales como: impulsar el avance de la investigación biotecnológica en España, priorizar actuaciones que desarrollen la biotecnología agraria y promover iniciativas de formación y educación para un mejor conocimiento y comprensión de los beneficios que reporta esta tecnología, asentar medidas que estimulen la adopción de proyectos de biotecnología agraria, que ofrezcan seguridad a consumidores y productores de alimentos, puedan beneficiar al sector agrario, al medio ambiente y al consumidor.

Sin embargo, los países de la Unión Europea (UE) mantienen una moratoria de ipso sobre nuevas autorizaciones de organismos modificados genéticamente, vigente desde 1998.

España, tercer productor comunitario de maíz, es el único país de la UE donde actualmente se planta un cultivo transgénico destinado a alimentación humana o animal. Organizaciones ecologistas como Amigos de la Tierra denuncian haber sido excluidas de los grupos de trabajo de la Comisión Europea para un nuevo reglamento sobre coexistencia de cultivos transgénicos y no transgénicos en los que, dicen, sí están presentes «las grandes empresas de agricultura biotecnológica».

La ambigüedad plana incluso sobre la Organización Mundial de la Salud, que en un comunicado asegura que «los alimentos modificados genéticamente actualmente disponibles en el mercado han pasado unas rigurosas y minuciosas evaluaciones y no es probable que presenten riesgos para la salud humana».

A título particular, las academias francesas de Ciencia y Medicina han manifestado su respaldo a la seguridad de los organismos modificados genéticamente y han recomendado el levantamiento de la moratoria europea sobre nuevas autorizaciones.

CUESTIONES CIENTÍFICAS PENDIENTES

Otros científicos, sin embargo, recuerdan que las variedades transgénicas contienen un gen de resistencia a los antibióticos utilizados en la clínica humana. Dicho gen se utiliza para marcar una secuencia genética determinada y, aunque no tenga otra función, permanecen en los tejidos de las plantas durante toda su vida y también se transmite a sus descendientes. Si se transmitieran a bacterias peligrosas presentes en el organismo humano, dichas bacterias podrían quedar inmunizadas contra los antibióticos. Varias son, por tanto, las asociaciones médicas han pedido repetidamente su prohibición.

Los técnicos hablan asimismo de lo que denominan «equivalencia sustancial»: cuando un alimento es producido mediante ingeniería genética pero su composición se considera similar a la de un alimento convencional. Este concepto, subrayan, no ofrece garantías de inocuidad. Se comparan características concretas entre un organismo modificado genéticamente y una variedad convencional y se establece que son globalmente similares, por lo que no se obliga a probar rigurosamente su inocuidad; sin embargo puede contener moléculas nuevas, tóxicas o alergénicas.

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