Un nuevo estudio reduce el nivel de alarma sobre la acrilamida

Por Xavier Pujol Gebellí 30 de enero de 2003

No hay evidencias de que el consumo de alimentos con altas dosis de acrilamida aumente el riesgo de contraer cáncer. De acuerdo con los resultados de un nuevo estudio, en el que han participado científicos norteamericanos y suecos, la ingesta diaria de esta sustancia química, cancerígena en roedores, apenas tiene efectos sobre la salud. Los investigadores, sin embargo, sostienen que todavía es pronto para descartar definitivamente cualquier riesgo. “Faltan más estudios”, señalan. Los resultados se publican hoy jueves en British Journal of Cancer.

Los resultados publicados por la prestigiosa revista británica son poco menos que el primer remanso de calma tras la tempestuosa polvareda levantada en abril de 2002 por investigadores del Instituto Karolinska sueco. Fue entonces cuando, por primera vez, saltó la voz de alarma: alimentos comunes de consumo diario, como las patatas fritas, el pan o las galletas, contienen «altas concentraciones de acrilamida». El dato fue confirmado en meses posteriores en Gran Bretaña y diversos países europeos, además de en Estados Unidos. Así mismo, puso en marcha la maquinaria de la Organización Mundial de la Salud, que rápidamente trataría de elaborar los primeros mapas de situación ante lo que podría ser el mayor y más complejo riesgo alimentario de los últimos años en el mundo.

No obstante, desde que fuera detectada por primera vez esta sustancia química, que se forma de manera natural durante el horneado o la fritura a altas temperaturas de alimentos con un alto nivel de carbohidratos, ninguna evidencia en un sentido u otro ha podido ser probada, salvo que el efecto carcinogénico se da efectivamente en modelos animales y en condiciones de laboratorio.

El estudio de Harvard revela que el riesgo de contraer cáncer no difiere entre los que consumen productos con altos niveles de acrilamida o aquellos que no contienen esta sustancia

El estudio publicado en British Journal of Cancer podría ser, sin embargo, la primera prueba sólida de que acrilamida y cáncer no tienen porque ser sinónimos en humanos. Investigadores de la Escuela de Salud Pública de Harvard, en Boston (Massachussets), en colaboración con el Instituto Karolinska sueco, han estudiado la dieta diaria de 987 pacientes con cáncer y otros 538 individuos sanos por un período de cinco años. Además de otros parámetros, los investigadores han metido en el ordenador los rangos de acrilamida que el instituto sueco estableció el pasado mes de abril y se han aplicado a un total de 188 productos de consumo común para los que se habían comprobado concentraciones moderadas (de 30 a 299 microgramos por kilo) o altas (de 300 a 1200) de la sustancia potencialmente cancerígena. Las concentraciones para cada producto fueron publicadas el pasado año por la Agencia Alimentaria sueca.

La investigación epidemiológica no ha hallado ninguna correlación entre niveles altos o moderados con al menos tres formas de cáncer: vejiga, intestino y riñón, las más susceptibles de aparecer de acuerdo con lo que ocurre en modelos animales. No sólo eso: las diferencias entre un consumo de altos niveles de acrilamida y bajas o nulas concentraciones en la dieta diaria son irrelevantes.

La historia continúa¿Se acaba aquí la historia de la acrilamida? A buen seguro que no. Lorelei Mucci, la coordinadora de este estudio en la Escuela de Salud Pública de Harvard, declara en una nota hecha pública por la propia institución norteamericana son sólo «un primer paso» para tratar de esclarecer la relación entre acrilamida y cáncer. «De momento sólo hemos visto que no existe esa relación para tres tipos de cáncer y con una reducida muestra de población», señala.

Mucci recuerda, por otra parte, que sí está comprobada la aparición de desórdenes neurológicos asociados al consumo de altos niveles de acrilamida. Y que, además, existen cerca de 200 formas de cáncer cuyo origen no está esclarecido al cien por cien.

Para muchas de esas formas se sospecha que la dieta juega un papel determinante, aunque estudios recientes en los que se ha pasado revista a resultados de investigación obtenidos a lo largo de los últimos años no han podido ir más allá de la evidencia indirecta.

EL RIESGO DE MIRAR

“Cuando se busca algo, se acaba encontrando”. Muchos son los científicos que sostienen esta máxima en sus laboratorios. Y si lo hacen es porque a lo largo del último decenio el arsenal de tecnología analítica ha mejorado de forma tan espectacular que hoy es posible encontrar simples trazas de un compuesto en cualquier producto. Entre los instrumentos más sofisticados se encuentran una amplia gama de espectrógrafos y espectrómetros, algunos de ellos valorados en más de un millón de euros. En el extremo de la sofisticación están los sincrotrones, algo así como microscopios gigantes con un coste cercano a los 180 millones de euros y que ocupan varias hectáreas de terreno.

Buena parte de los hallazgos, como ocurrió con la acrilamida, tienen un punto de casualidad. Pero esta se reduce por el mero hecho de mirar. En los últimos tiempos, esta obsesión científica por dar con lo más pequeño ha permitido detectar la presencia de compuestos organoclorados en alimentos, además de pesticidas, productos químicos procedentes de la industria, dioxinas o halometanos, el subproducto generado durante la cloración del agua.

Para todas estas sustancias se están revisando en la actualidad sus valores de referencia y, sobre todo, su umbral de toxicidad. Algunas de ellas, como los halometanos, se han convertido en serios aspirantes a engrosar la lista de productos con potencial carcinogénico del IARC de Lión, el instituto de referencia mundial donde se centralizan todos los datos acerca de los productos químicos que pueden provocar distintas formas de cáncer de forma segura en humanos, posible o remota.

Mirar en exceso, como se han quejado distintas asociaciones de productores a lo largo de estos meses, puede ser contraproducente y causar “falsas alarmas” como entienden que ha ocurrido con la acrilamida. Mucci, sin embargo, que “hay que asumir” ese riesgo. “Nuestros resultados reducen el nivel de alarma, pero no lo eliminan en absoluto”.

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