Los abuelos juegan un papel trascendental en la alimentación de sus nietos. Muchos se encargan de darles la merienda, en ocasiones la comida y no es raro que también el desayuno. Al término de la semana laboral, de una u otra forma, han sido los responsables de lo que comen. Si bien las pautas alimentarias las marcan los progenitores, la relación abuelo-nieto es una oportunidad para descubrir el valor de la cocina tradicional y que la sabiduría de las abuelas ponga en práctica la tan aplaudida dieta mediterránea.
Grandes cocineras, grandes oportunidades
Las abuelas han sido, y son, grandes cocineras, además de expertas en economía doméstica. Conocen con precisión y acierto la temporada natural de las verduras y las frutas, de los pescados y las carnes, de las hortalizas y las legumbres. Trasladan toda esta sabiduría a los fogones y son innumerables las recetas que mejor hacen. El sabor de la sopa, las croquetas y las natillas de casa es irrepetible. A estas ventajas hay que sumar la disponibilidad actual de ingredientes en los mercados a precios competitivos. Y lo que antes eran platos de domingo, hoy son la comida del martes.
Pero si en algo yerran las abuelas es en las cantidades de las raciones, en la configuración de los menús y, en ocasiones, en que abusan de algunos ingredientes como la sal y el aceite. Errores de fácil corrección.
Configurar el menú
Si la abuela es quien se encarga del desayuno, seguro que el cereal de su casa es el pan duro del día anterior. Tostado recupera su ternura y se puede untar con mermeladas caseras, como la de melocotón o la de moras e higos. En ella estará el mérito de que el nieto tome también un zumo de naranja recién exprimido, e incluso, un poco de requesón con miel y dulce de membrillo.
Son propuestas tan sabrosas y naturales, que alejan a los niños del vicio por los dulces procesados cargados de aditivos, que propician el aprendizaje y el gusto pernicioso de los pequeños por los sabores artificiales. Si tienen que preparar el almuerzo, deberían recordar qué les preparaban a sus hijos: pan con chocolate o jamón y, de vez en cuando, embutidos caseros o quesos, también una porción de bizcocho casero, un plátano, una manzana o un par de mandarinas, o una bolsita con mezcla de frutos secos y frutas desecadas. Entonces, siempre tenían buenas razones para no comprar bollos y pasteles industriales. Aún son válidas. Lo mismo sirve para las meriendas.
Las comidas del mediodía son tal vez más susceptibles de error, en las cantidades y en las combinaciones. Pero basta seguir unas sencillas pautas para acertar. Una ración de carne se debe ajustar en cantidad a la edad del niño: entre 50-70 g para niños de 4 a 6 años, y no más de 100 g (mejor si son 80 g) en niños mayores de 7 a 11 años. Un plato de 150 g de macarrones, legumbres o arroz (peso del alimento ya cocido) está bien y delicioso con salsas, sofritos o condimentos caseros, como la salsa de tomate. Las patatas siempre serán pocas, pero suficientes y no siempre fritas. También se les ofrecerá a los niños patatas asadas en el microondas, que son tan ricas como las fritas.
El brócoli al queso, las espinacas con bechamel, las pencas de acelga con quesito y jamón dulce o las judías verdes con patata son primeros platos que atienden a la presencia de verduras en el menú infantil. Esta ración diaria de verduras se acompañará con una cantidad proporcional de carne o pescado (un filete de ternera, una buena rueda de merluza en salsa o al horno o albóndigas caseras), ración de proteína que no deberá estar presente a diario, sino que se alternará con un rico estofado de legumbres, una paella, fideuá o plato de macarrones.
Tal vez, lo más difícil de interiorizar como hábito es dar por válida una comida confeccionada por un plato único. El arroz, si se acompaña con lentejas u otra legumbre es suficiente; una paella o unos espaguetis a la boloñesa son platos únicos; calamares en su tinta con arroz blanco, sepia con alubias, empanada y puré de manzana o una gran ensalada de pasta con nueces, queso fresco y aceitunas completan casi por sí solos el menú. Solo falta algo de ensalada y fruta de postre. Las natillas, flanes, pasteles y demás repostería casera, una vez por semana, pero no más.
La sal, justa; el aceite, de oliva y con medida
Se sabe que el exceso de sal empieza en la cuna. La cantidad recomendada por la OMS no debe exceder de 400 miligramos de sodio/día en los niños menores de un año. Sin embargo, a quienes se les deja de amamantar o se añaden alimentos, se aumenta el aporte de sal con productos manufacturados, salsas y la leche de vaca administrada antes de los 12 meses. Se advierte en los estudios de que la gran mayoría de sal que se ingiere no proviene de la añadida en la cocción o en la mesa. Por lo tanto, que las abuelas reduzcan la sal al cocinar, la limiten a pesar de sus costumbres culinarias, e incluso la destierren de la mesa, ayudará a que sus nietos acostumbren el paladar a sensaciones más sosas, pero más sanas. La salud de los nietos lo agradecerá.
El aceite de oliva es fuente de salud, pero en su justa medida. Destacan sus cualidades en la alimentación cardiosaludable y su valor nutritivo pero, como todo, lo más sano deja de serlo cuando se abusa. Empapar el papel de cocina con los fritos es una buena fórmula para que las croquetas o los san jacobos sean más crujientes y menos calóricos. También hay que saber calcular la cantidad. No es necesario dorar el arroz crudo en un dedo de aceite antes de cocerlo, ni abusar de él en las salsas de tomate. Los filetes tampoco son más ricos fritos en mucho aceite, ni las anchoas más sabrosas. Antes el aceite fue un lujo, hoy es asequible y el lujo es aprovecharse de él sin abusar.
Las enseñanzas que heredan los nietos de sus abuelos son muchas. El filósofo medieval Bernardo de Chartres fue citado por Newton para dar a entender que las personas no son sino “enanos en hombros de gigantes”. Y esta fórmula se materializa en el nieto que aprende de los abuelos. De ellos conoce un pasado cargado de anécdotas. Les escucha decir la consabida “este pollo no sabe como antes”. Y seguro que llevan razón. Los abuelos narran cómo eran los días de vendimia, cómo las fresas solo llegaban en primavera y la matanza suponían tardes de trabajo. También tienen autoridad para enseñar buenos modales en la mesa. En ninguna circunstancia como al comer se manifiesta la educación, que no es otra cosa que el respeto que tenemos hacia los demás y que deseamos para nosotros mismos.
Los cubiertos no se dejan, salvo para beber agua o cuando se ha acabado el plato. No se habla con la boca llena, ni se bebe con nada en la boca. No se elige el mejor trozo de la bandeja. No se dice que la comida está mala, ni se saca nada de la boca. No nos recostaremos en la silla, ni ocultaremos la mano bajo la mesa. No se apoyan los codos, ni estiramos el brazo por delante de otro comensal: pedimos pan, agua o lo que se precise. Por supuesto, no se come con la boca abierta, ni se tapa la boca con la mano. Los restos del pescado o la carne y los huesos de frutas se dejan en el plato propio. No se juega con el pan, ni con ningún alimento. No se levanta nadie ni durante ni hasta que todos en la mesa terminen de comer. Son muchos noes, pero muy positivos.